José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Sánchez tendrá que mantener la coalición, pero cambiando el equipo, reorganizando el Gobierno y recuperando la narrativa que le ha arrebatado Iglesias
Pudo funcionar pero, de momento, no lo ha hecho. El primer Gobierno de coalición ‘progresista’ —es decir, de izquierdas— no ha convencido a sus electorados naturales. Puede que la idea sea válida, pero la ejecución ha resultado fallida. La combinación Sánchez-Iglesias no funciona. El presidente está tan incómodo como él mismo suponía que lo estaría al tener en el Consejo de Ministros a Unidas Podemos. E Iglesias se ha convertido en un personaje histrión que crea conflictos —dentro y fuera de su organización— y no aporta ni soluciones ni solvencia.
Los electorados del País Vasco y Galicia quizá no sean los más representativos del conjunto de España, pero es un hecho que Podemos alcanzó en ambas comunidades registros de aceptación enormes, llegando a ganar las elecciones generales de 2016 en tierras vascas y alcanzar el segundo cajón del podio en las gallegas. El desplome morado es de los que hacen historia y la responsabilidad corresponde enteramente a Iglesias, cuyos poderes son omnímodos en la organización. El consuelo (y la alegría) hubiese consistido para Sánchez en beneficiarse del descalabro populista. Pero la torpeza de Pablo Iglesias en su relación con los ‘abertzales’ y los nacionalistas gallegos, y la complacencia ante ella del secretario general del PSOE, les ha nutrido a costa de sus propios efectivos, sin que el socialismo, ni en Galicia ni en Euskadi, obtenga rédito, ni de la gestión gubernamental ni de la agrupación de la izquierda en la primera coalición de la democracia.
El Ejecutivo central ha entrado en un punto de inflexión y Sánchez debe tomar alguna medida que permita al PSC robustecerse ante la próxima cita electoral catalana, porque si allí sucede también —y podría ocurrir— que Iglesias haya desarbolado a los comunes de Colau y Asens a favor de ERC y de la CUP, tendríamos, como Estado y como nación, un problema de grandísimas proporciones. El independentismo de Puigdemont y de Junqueras por encima del 50% del voto popular y con una amplia mayoría absoluta en el Parlamento de Cataluña plantearía al Gobierno y a todas las instituciones del sistema de 1978 una situación difícilmente manejable.
Sánchez no puede prescindir de Unidas Podemos porque el remedio sería ahora para los intereses de España, que se están jugando en el campo de la Unión Europea, mucho peor que la enfermedad que presenta síntomas graves en Moncloa. Puede, en cambio, racionalizar su equipo gubernamental. En dos sentidos: cambiando titulares de carteras que nada aportan —restan— y dando al conjunto del Gabinete una estructura orgánica más coherente e integrada que permita una mejor y mayor coordinación. Junto a estas medidas, el presidente no puede seguir consintiendo que la narrativa gubernamental la acapare Podemos. Iglesias ha abrazado a Otegi y se ha entregado al BNG, creyendo que así se convertía en ‘padrino’ de una nueva izquierda que depredase al PSOE y tomase Podemos como punto de referencia. Lo que ha ocurrido ha sido todo lo contrario.
Pablo Iglesias e Irene Montero, sobre ser políticos estridentes, son también ineficaces. Alberto Garzón resulta irrelevante; Manuel Castells parece mismamente transparente, y Yolanda Díaz sabe de su materia pero en Galicia —su tierra— no le han concedido ni el beneficio de la duda. Con ese equipo de UP en el Gobierno, Pedro Sánchez no tiene nada que hacer. O sí: que el PSOE se estanque y tienda a reducir aún más su espacio. El socialista ha consentido todo y más a Iglesias, y solo lo ha rectificado suavemente a través de las ministras más aguerridas: Margarita Robles, Nadia Calviño y Carmen Calvo. Y en ocasiones María Jesús Montero, que debiera dejar de asumir las funciones de portavoz, que son realmente imposibles con el desempeño simultáneo del Ministerio de Hacienda.
A los socialistas españoles les ocurre como a los conservadores: que o invaden el centro del espacio político abriendo el angular de sus políticas o pierden posiciones. Feijoó por una parte y Urkullu por otra son exponentes de perfiles ideológicos muy contenidos y con marchamo gestor. Aquel, conservador moderado, muy pegado al terreno, con un entendimiento de España diverso y aferrado a las características del galleguismo. Este, un nacionalista de la nueva generación posterior a los estériles radicalismos de Arzalluz e Ibarretxe. En España, no tenemos barones negros como en la serie de HBO sobre la política francesa y su izquierda (‘Baron noir’), pero el gallego y el vasco sí son barones grises en tanto ese tono político remite a la discreción y la eficiencia. Nada de excentricidades y mucho de sentido común y capacidad de integración.
Además de que la izquierda no ha comprado el tique Sánchez-Iglesias y ha apostado por los barones grises —Urkullu y Feijoó—, los nacionalismos radicales se han disparado (Bildu y un sector muy amplio del BNG), lo que lleva las consecuencias de estas elecciones en Galicia y el País Vasco a un terreno que concierne a la estabilidad del sistema. Insisto: las elecciones en Cataluña están a la vuelta de la esquina, Sánchez tiene que conseguir que el fondo europeo de reconstrucción nos sea razonablemente favorable en su condicionalidad y en los porcentajes entre préstamos y transferencias, el Ejecutivo tiene que presentar en septiembre un proyecto de ley de Presupuestos, el vicepresidente Iglesias se encuentra en un trance procesal comprometido y la jefatura del Estado está azotada por la galerna social que ha provocado el conocimiento en más detalle del comportamiento del padre de Felipe VI.
Conclusión: el presidente del Gobierno ya sabe que, en la primera prueba de estrés, la coalición no ha dado la talla. O más aún: ha fracasado. Probablemente, y de momento, no le quede otra que mantenerla, pero deberá —en los vapores calurosos de la canícula— pensar que con ese equipo en el Consejo de Ministros se resta un margen que ya era muy estrecho el 12 de noviembre de 2019 y que, después del 12-J, se ha reducido. Lo suyo sería que en Moncloa declarasen el estado de alarma.