VICENTE DE LA QUINTANA DÍEZ-ABC

  • «Es más fácil promulgar una ley Trans que reducir el desempleo»

Un somero repaso a los debates que promueve la izquierda europea, y en particular la española, suscita, de entrada, dudas de cierta cuantía. Mueve a preguntarse por qué se empeña en centrar su agenda política en cuestiones de «moral y costumbres» en detrimento de planteamientos más clásicos sobre redistribución económica. Su nuevo lenguaje, ¿es sólo un amaneramiento eufemístico o más bien indicio de una voluntad de trastocar ideas y significados? En el diccionario de la izquierda circula un neologismo importado de América: la palabra «societal». Vocablo intruso, amenaza con desplazar al más recurrente de los marbetes zurdos: lo «social». Si lo social –vinculado a lo cuantificable– aludía a la organización y distribución de la producción, lo societal apunta a las formas de comportamiento; a las normas morales, no a los bienes materiales. Se trata de la familia, la pareja, la vida privada; del sentido de la vida, antes que del nivel de vida.

La cosa viene de lejos. A una década de distancia, un informe del ‘think-tank’ progresista francés Terra Nova ilumina retrospectivamente la cuestión. Allí se constataba la pérdida electoral de la clase trabajadora: «ya no está sintonizada con los valores de la izquierda». El divorcio fue impensable mientras una izquierda portavoz de valores socioeconómicos de clase no impugnaba convicciones morales a las que los trabajadores, después de todo, seguían apegados. El 68 y la evolución libertaria del «progresismo» acabó con eso, propiciando una grieta que en 2011 Terra Nova veía consumada en Francia. Tocaba mirar hacia otro lado, buscar nuevos electores. Pero los ‘BoBos’ (‘bourgeois-bohemians’) suelen ser pocos y hubo que decretar el ostracismo de una parte de la derecha, expulsada del debate democrático.

El reacomodo se justificó en nombre de una segunda fase del programa «emancipador» de la izquierda. A la liberación de la miseria económica del obrero explotado sucederá la del individuo posmoderno. Deben destruirse los grilletes morales que lo aherrojan: familia tradicional, tabúes morales… un cambio que no está siendo pacífico para todo el hemisferio izquierdo. Es más fácil promulgar una ley Trans que reducir el desempleo, alegan algunos. Y además, esta evolución transita hacia un individualismo nada simpático; son los estratos privilegiados de la sociedad los que pueden permitirse a menor coste el lujo de prescindir de la moral tradicional. La mutación se ha intentado explicar en términos sociológicos: desproletarizadas las sociedades industriales, el crecimiento económico habría acabado con el ‘sujeto revolucionario’ del socialismo clásico, relevado por la pequeña burguesía; cambio de protagonista, cambio de lucha. Otros responden que ese desplazamiento no es tal: los herederos del proletariado no son los pequeño-burgueses acomodados, sino los excluidos de una ‘democracia económica’ todavía insuficiente.

Queda incólume una vieja pregunta: ¿debe la izquierda ponerse al servicio de las demandas populares, o debe servir al bien del pueblo tal y como ella lo concibe, aun a costa del pueblo mismo? Lenin adoptó la segunda opción y fundó el primer infierno totalitario del siglo XX. Algunos gestos societales de la izquierda posmoderna recuerdan el propósito de rescatar al pueblo de sí mismo en pleno siglo XXI. Puede que la historia sí se repita como farsa: los ‘BoBos’, vanguardia minoritaria de una revolución moralista.

La Teoría de Género ocupa un lugar preponderante en el programa de esa revolución en marcha. La modernidad se propuso desvincular al individuo de ligaduras y frenos institucionales, torpemente inventados y complicados en el curso de los siglos. Emancipado de sus grupos de pertenencia, imaginó un «contratante social» abstracto, sin pasado, libre de solidaridades concretas. El ideal jacobino fue: en el cielo, la Diosa Razón y en la tierra, Robinson Crusoe. Ahora, el ‘género’ propone la última desvinculación posible, la del sexo. Se va a la raíz, porque la diferencia sexual es la única verdaderamente biológica. El ‘individuo sin atributos’, resultado final de la utopía del género: alcanzar la máxima indeterminación por el camino de la autodeterminación.

La teoría del género no consiste sólo en el rechazo a inscribirse en una pertenencia sexual. Es también la consagración del deseo de elegir, si no el propio sexo biológico, al menos la propia «identidad de género». Se nos promete que ya no naceremos niño o niña sino individuos destinados a elegir más adelante. Tocamos el ápice de la voluntad de rehacer el mundo según el patrón de nuestro capricho. La voluntad soberana de no aceptar nada que no venga de mí, nada que sea previo a mi deseo. Volatilizada la naturaleza, todo es cultura, y todo está en mi mano: yo construyo la totalidad de mi mundo, del que nada se me escapa. ¿Tampoco algo tan indisponible como el sexo? La teoría del género responde: lo que yo no construya carece de valor, es superfluo o casi inexistente: la identidad sexual no cuenta, lo que cuenta es la identidad de género, que yo construiré.

Las premisas del género olvidan los datos más elementales de la realidad humana: que nacemos en un mundo que nos determina y nos conforma al mismo tiempo; que descuajarnos de nuestra circunstancia es impedirnos existir como personas. Nos nutren los frutos de la tierra, pero también los que Ruyer llamaba «alimentos psíquicos»: representaciones, ideas, símbolos y sueños. Y así como no podemos privar de alimento a un niño diciéndole que ya elegirá más adelante entre la fruta o el arroz, tampoco podemos privarle de las determinaciones culturales que lo humanizan. Como esto es algo evidente y el ‘generismo’ lo sabe, al individuo despojado y famélico que postula lo rellena con propaganda. Tarea fácil si está realmente hueco y carece de recursos interiores con que poder defenderse. Existen herramientas para entablar un debate severo y razonado. La filósofa Levet publicó en 2014 un trabajo que merece atención: ‘Teoría de Género o el mundo soñado de los ángeles: la identidad sexuada como maldición’. Acumula sólidos argumentos contra la «indiferenciación angélica». Según ella, «los filósofos del género viven en el cielo y no en la tierra. La condición humana, la condición pobre, encarnada, dividida, falible, no les sienta muy bien».

Levet enjuicia una variante específica de la teoría de género, expansiva y con pretensiones totalizantes, la de Judith Butler y lo ‘queer’: este es el ‘Género’ contra el que se alza; la mayúscula distingue su diatriba de la legítima reflexión sobre el género. Su polémica no es religiosa sino antropológica. Acepta la historicidad de lo masculino y lo femenino, pero refuta la supresión de lo natural en la ecuación naturaleza/cultura. Reconociendo el carácter cultural –histórico– del género, discute las conclusiones que algunos derivan de su historicidad. La diana de su razonamiento es la idea puramente performativa de la identidad sexual; así, escribe: «en lo humano, naturaleza y cultura, lo dado y la libertad, se entrelazan. Hay que mantenerlos juntos: se nace mujer y se deviene mujer».

El bizantinismo progre alambica abstracciones, pero logra efectos muy tangibles. Levet denuncia los estragos del nihilismo creacionista: «La gran ilusión de nuestro tiempo es pensar que se puede construir lo que sea a partir de nada. No es la libertad, la creatividad, la inventiva de nuestros niños lo que se favorece al amputarlos de todo lo dado y al abandonarlos a sí mismos». Abandonar un niño a sí mismo es, a la postre, abandonarlo. Estas cuestiones atañen ya al proceso legislativo. Y en él faltan voces, sobran gritos y, sobre todo, silencios conformistas. Encontrar esas voces será crucial si queremos claridad sobre asuntos decisivos; si todavía aspiramos a enriquecer un debate público en trance de envilecimiento terminal.