Ignacio Varela-El Confidencial

  • Gobierno de Colón o Gobierno Frankenstein es ya lo de menos, porque lo único seguro aquí, gane quien gane, es el gobierno de la ira y de la injuria

La batalla electoral del 4-M comenzó siendo innecesaria, luego se hizo grosera y, en su parte final, se ha tornado altamente peligrosa. Cualquiera que sea su resultado numérico, tras esta carnicería política la convivencia democrática quedará otra vez malherida y los promotores de la discordia civil alcanzarán un nuevo triunfo. Basura sobre basura en el muladar en que han convertido la política española. 

Gobierno de Colón o Gobierno Frankenstein es ya lo de menos, porque lo único seguro aquí, gane quien gane, es el gobierno de la ira y de la injuria. En la espiral del disparate, solo faltaba ver las cartas amenazantes de los pirados de turno (se reciben a centenares y ningún Gobierno las difunde, por prudencia elemental) exhibidas obscenamente como estandartes electorales. Con el Código Penal en la mano, en esta campaña todos los partidos, menos uno, son reos de múltiples delitos de odio con las agravantes de premeditación y alevosía.

Es cierto que la primera burrada la cometió Ayuso por partida doble. Primero, al aprovechar la pueril maniobra de Ciudadanos en Murcia para lanzar en plena pandemia una convocatoria insensata y ventajista. Después, al plantear la elección de un Parlamento autonómico como una dicotomía entre el comunismo y la libertad, arrogándose la propiedad exclusiva de esta. No necesitaba la presidenta madrileña algo tan zafio para ganar con claridad esta votación.

A partir de ahí, en la campaña todos los actores han actuado conforme a su naturaleza y expectativas excepto el Partido Socialista, que no ha dejado de dar tumbos hasta verse arrastrado a un escenario final en el que ya no controla ni su propio desempeño. 

Cuando se anunció el aterrizaje de Pablo Iglesias en Madrid, era fácil imaginar que no venía precisamente en son de paz. Cargado con su inseparable bidón de gasolina y su soplete, el incendio estaba asegurado. No se trataba tan solo de salvar su partido del abismo del 5%, sino de provocar un choque frontal entre bloques que le permitiera activar una vez más ‘el comodín del 36’: el Frente Popular frente a los facciosos. 

¿Para ganar las elecciones? No, para suplantar al PSOE en el mando estratégico de la campaña de la izquierda, que es lo que ha conseguido. En este momento, los socialistas caminan a rastras del guion de Iglesias. Han abdicado de su autonomía política, y ello solo les servirá para cambiar la derrota digna que les esperaba por un fracaso humillante. El beneficiario inesperado de su empanada será el partido de Errejón, situado astutamente como refugio confortable de los votantes de la izquierda, que son legión, que están hasta el moño de los embustes de Sánchez y las ‘rispideces’ de Iglesias.

Gabilondo repite como candidato del PSOE únicamente porque sus jefes no tuvieron tiempo para cambiarlo por otro, lo que no se privaron de difundir. Pero aún más grave es que ese partido, de presunta vocación mayoritaria, ha renunciado a pedir el voto para sí mismo.

Comenzaron esparciendo la especie de que se harían con el Gobierno regional por una carambola inverosímil: que la victoria de Ayuso sería tan aplastante que ni Vox ni Ciudadanos llegarían al 5%. Y terminan pidiendo a gritos el voto para una sigla del Frente Popular, cualquiera que sea. No contra Ayuso, inalcanzable, sino contra Vox, el mismo partido al que 10 días antes situaban en las catacumbas.

Al sumiso Gabilondo primero lo vistieron de centrista para ver si sacaba algo del naufragio de Ciudadanos. Ante el fracaso del plan, de un día para otro le cambiaron el disfraz y el papel por el de un frentista enardecido, que es tan estrafalario para el personaje como vestir a Ábalos de cupletista. Por el camino, Sánchez lo ninguneó brutalmente presentándose como el líder verdadero en una elección que nunca fue autonómica. Hay pocos precedentes de un candidato maltratado de esa manera por su propio partido.

Cuando un partido mayoritario se deja diluir en un bloque de fuerzas indistinguibles entre sí, está cavando su tumba 

(Aún suenan en los oídos de Gabilondo las llamadas de Redondo ordenándole a gritos que abandonara el debate de la SER. Tuvieron que pasar 20 minutos y forzarse una pausa publicitaria para sacarlo a rastras del estudio).

Así que, según el plan de Iglesias y con la colaboración siempre valiosa de Vox, la izquierda ya tiene su foto de Colón. Esta podría llamarse ‘la foto de Gran Vía 32’, por el lugar en que cristalizó y la anfitriona del alumbramiento. 

El resultado no será muy distinto al de aquella, nadie escarmienta en cabeza ajena. Cuando un partido mayoritario se deja diluir en un bloque de fuerzas indistinguibles entre sí, está cavando su tumba. En Colón, se transmitió la idea de que daba igual votar al PP, a Vox o a Ciudadanos, porque todos servían a la misma causa de echar a Sánchez. Los votantes de la derecha lo creyeron y se tomaron la licencia al pie de la letra. En abril de 2019, Ciudadanos y Vox se dispararon y el PP obtuvo el peor resultado de su existencia.

Ahora se repite la historia en el otro campo. Es asombroso escuchar a portavoces socialistas —incluido el candidato— afirmar que es indiferente votar al PSOE, a Más Madrid o a Podemos: pasen y sírvanse, solo importa fortalecer el bloque antifascista. No es extraño que Mónica García —la única que ha hecho en la Asamblea de Madrid algo parecido a una oposición efectiva— se frote las manos ante tamaño regalo. Como le sucedió al PP entonces, el PSOE se encamina decididamente a su peor resultado histórico en la Comunidad de Madrid (que ya es decir), mientras sus dos compañeros de viaje crecerán a su costa. Eso sí, habrán obsequiado a Vox, el partido presuntamente fascista, con un bonus electoral que condicione a Ayuso y le abra un agujero a Casado. Gran servicio a la democracia. 

El caso es que se ha permitido que dos partidos antisistema que a duras penas sumarán el 15% se conviertan, concertadamente, en las estrellas de la función. Podemos y Vox, amigos para siempre. 

En la contienda madrileña, el oficialismo ha puesto al mando de sus tropas a sus dos mariscales de campo: nada menos que el presidente del Gobierno y su vicepresidente, ambos líderes nacionales de sus partidos. Iglesias no tiene escapatoria; pero si se consuma el desastre, el día 5 veremos a Sánchez sacudirse la responsabilidad como si de la pandemia se tratara. Madrid pasará de templo del antifascismo a “esa región de la que usted me habla”. Y el coro, como siempre, no le fallará. Tampoco el coro del silencio cautivo.