De iglesias, monasterios y morros finos

Miquel Escudero-El Imparcial

Hay entre nosotros demasiada pereza por aprender y poca o nula voluntad para modificar razonablemente posturas de cualquier tipo. Pero la realidad no cambia por más que nos declaremos ‘buenos’ y nos pongamos medallas por ser de izquierda o por ser como Dios manda. Así, no hay manera de avanzar y progresar hacia lo mejor. Hay gentes entre nosotros que nos quieren atrasar e instalar en el sectarismo y que, por desgracia, tienen alta resonancia para producir malestar.

El bochornoso espectáculo del último debate electoral merece, por ello, alguna apostilla. Ya al comienzo de su carrera política, vi en Iglesias a un ignorante presuntuoso, ahora compruebo que es un actor de mala calidad; tras su sobreactuación, doy por seguro que su espantada estaba preparada de antemano. Contaba con la colaboración de Monasterio, contumaz en su desvergüenza. Ambos, irresponsables practicantes de la hostilidad y la discordia, son una seria preocupación para el buen funcionamiento de la democracia liberal. Nos queda darles la espalda. Por su parte, la moderadora de ese debate radiofónico, lejos de mostrarse neutral, como la ocasión exigía, se mostró partidista. Llamó a uno de los dos litigantes por su nombre de pila y al otro por su apellido, precedido de señora. Y luego, de remate, ha distinguido entre unos y otros, entre demócratas y no demócratas.

Se habla a veces de la nostalgia que han dejado dirigentes como Suárez, Carrillo, Fraga, Roca o González, la verdad es que ésta habría que prolongarla a moderadores como Manuel Campo Vidal, pulcro y respetuoso.

Ayuso, la organizadora de estos gratuitos comicios (condenados por ley a repetirse dentro de dos años), no asistió al sainete, porque se había negado de antemano a intervenir en más de un debate. No se ensució, Monasterio le hacía la labor. Y ella se lavó las manos.

Dejémonos de tontear con etiquetas e ideologías, de cultivar discordias y bandos odiadores. De lo contrario vamos a estamparnos de hoz y coz con la maldición del garrotazo.

En su libro 20 de diciembre de 1973, recién publicado, Antonio Rivera ha escrito sobre el fin de Luis Carrero Blanco; del que nunca hubo juicio por su asesinato y los de sus acompañantes. Antonio Rivera -quien fuera viceconsejero de Cultura del Gobierno Vasco, con Patxi López- recuerda que Carrero “daba más importancia a su condición de hijo de la Iglesia que a la de vicepresidente del Gobierno”, que ensalzaba el proyecto de un Estado católico, antiliberal, anticapitalista y antimarxista (todo junto), y que reclamaba “máxima propaganda de nuestra ideología y prohibición de la contraria”; no obstante, especifica el profesor Rivera, Carrero era contrario al fascismo.

El mismo día del magnicidio de Carrero, el juez Mateu, magistrado del TOP (Tribunal del Orden Público), declaraba que “lo que le pedía el cuerpo era quitarse la toga y salir a la calle con la pistola a matar rojos”. Otros, en cambio, brindaban con cava por la desaparición del almirante y daban vivas a la muerte, a esas muertes.

Sólo de imaginar cómo era entonces la España oficial (y la suboficial), se me ponen los pelos de punta. Lo que acabo de referir es de otra época felizmente superada. ¿Superada? Parece que no, que aceptamos volver a fieras banderías y no rechazamos las bestialidades cuando las hacen los nuestros (sólo por este motivo, son distintas a las de los otros y merecen un nombre agradable). Evitar el fatalismo de lo vomitivo está en nuestras manos, siempre que las movamos con una voluntad enérgica de concordia y libertad.

Yo no podré votar, pues estoy censado en Barcelona. Pero si pudiera hacerlo, me decantaría por Edmundo Bal, radical en sensatez y hombre preparado que aporta espíritu de concordia y de respeto, imprescindibles para desactivar la desastrosa polarización que nos asedia y para sostener el pluralismo político.

Hace unas semanas, Albert Boadella deploraba que los votantes de Cs tuviesen el morro muy fino, que fueran tan exigentes hasta el punto de abstenerse de votar cuando no comparten las decisiones tomadas por sus dirigentes. Ciertamente, ha habido motivos para ello y urge deshacerse de la oligarquía y del caciquismo que han llevado al extravío y a la incoherencia (gracias sean dadas, también en esto, a Albert Rivera y sus lobatos, premiados ahora con creces por los populares). Creo decisivo para nuestra sociedad que este partido liberal progresista no sea extraparlamentario y que sea influyente.

En el caso de los votantes de los otros partidos, parece que no hay este morro fino que señalaba el juglar. Ya pueden hacer lo que hagan que les siguen votando o, cuando menos, no se produce una desbandada. En cambio, este morro sí que lo tienen no pocos de sus dirigentes, siempre prestos a escandalizarse y a hacer zapatiestas.