Ignacio Varela-El Confidencial
Lo que sucedió este jueves en el Supremo explica la urgencia convulsiva de los componentes de la coalición nacionalsocialista por acelerar todo trance de la investidura de Pedro Sánchez
Lo que sucedió este jueves en el Tribunal Supremo explica la urgencia convulsiva de los componentes de la coalición socialnacionalista por acelerar a todo trance la investidura de Pedro Sánchez. Nada que ver con los lamentos melifluos por la prolongación del bloqueo, ni con la necesidad inmediata de disponer de un Gobierno, tan perentoria que no permitía respetar fiestas navideñas ni fines de semana. De hecho, alcanzado el objetivo de sentar a Sánchez en la Moncloa, se ha impuesto un trote cochinero en el anuncio del nuevo Gobierno, tratando de repetir la estrategia propagandística de filtrar cada día un nombre, que ya resultó exitosa con el ‘Gobierno bonito’.
Si esta resolución del Supremo se hubiera producido antes de consumarse la investidura, es probable que esta se hubiera ido al garete. Difícilmente habría podido ERC mantener su decisión de apoyar a Sánchez tras una decisión que desmonta todo el plan para conseguir la excarcelación de su líder y la desactivación de su condena. En cuanto al PSOE, una cosa es acusar a la Junta Electoral de actuar al dictado del trifachito y otra tener que sugerir lo mismo respecto al Tribunal Supremo. El desacato institucional tiene un límite, incluso para Sánchez.
ERC necesitaba respaldar a Sánchez cuando aún era verosímil el relato de una próxima liberación de su jefe; de otro modo, su coartada habría decaído.
Fue el fundado temor a esta decisión lo que precipitó la paroxística agenda de la investidura. Sobre su contenido, había pocas dudas. Primero, porque, pese a la intoxicación mediática del consorcio oficialista, el tribunal de Luxemburgo jamás puso en cuestión la sentencia del Supremo ni exigió la excarcelación de Junqueras. Por el contrario, se remitió expresamente al criterio del tribunal español sobre la traslación al momento presente de su respuesta a una cuestión formulada para una situación anterior: cuando el proceso estaba aún en marcha, no había sentencia firme y Junqueras estaba en prisión preventiva.
Por otro lado, es fantasioso suponer que el tribunal estaría dispuesto a dejar el cumplimiento de su propia sentencia al arbitrio del reo. La pretensión de la defensa de Junqueras, secundada por la Abogacía del Estado (“el Gobierno español”, en el lenguaje del tribunal de Luxemburgo), no era únicamente que se reconociera al líder independentista su condición de eurodiputado. Tampoco se conformaban con que se le permitiera trasladarse a Madrid a formalizar su acta, como hizo cuando fue elegido diputado en el Congreso. Reclamaban que se le permitiera ejercer como cualquier otro miembro de la Eurocámara, sin limitación alguna. Lo que implica abandonar el territorio nacional, pasar la mayor parte de la semana en Bruselas y Estrasburgo, moverse libremente por Europa y regresar… si a él le da la gana.
Quien conozca el funcionamiento del Parlamento Europeo sabe que no es difícil para cualquiera de sus miembros montarse una agenda que lo mantenga fuera de su país tanto tiempo como desee. Obviamente, no es posible enviar a Junqueras a Bruselas con escolta policial para asegurar su regreso. En el momento en que traspase la frontera, su vuelta depende exclusivamente de su voluntad. No hay un tribunal sentenciador en el mundo que pueda aceptar un absurdo semejante.
Los independentistas han aprovechado intensivamente el exhaustivo ciclo electoral de 2019 y el carácter extremadamente garantista de nuestras leyes para armar un alboroto jurídico colosal sin otro fin que la impunidad. Los reos y los fugitivos de la Justicia se han presentado sistemáticamente a todas las elecciones que se han ido celebrando, aprovechando los votos recibidos para enredar al Estado del que abominan y a los tribunales que no reconocen en sucesivos conflictos leguleyos, invocando el nombre de la democracia. Muchos países intachablemente democráticos los declararían directamente inelegibles.
Esta descarada estrategia filibustera —aprovechar los huecos de la democracia para burlarla— se ha visto reforzada por la decisión del partido gubernamental de reconocerlos como interlocutores políticos válidos: no para tratar sobre el llamado ‘conflicto político’ sino para incorporarlos a su mayoría parlamentaria. De tal manera que, en esa mesa de gobiernos iguales que Sánchez ha prometido, ERC estará sentada en ambos lados: en el del Govern, como miembro de él, y en el del Gobierno de España, como socio necesario. Es como si, en plena negociación sobre el conflicto del Ulster, Tony Blair hubiera convertido el Sinn Feinn en el soporte político de su Gobierno.
Es imposible explicar a un diputado finlandés o a un juez de cualquier país que se puede ser a la vez delincuente convicto y honorable aliado del Gobierno: una de las dos cosas tiene que estar mal. Como la contradicción es insalvable, Sánchez ha decidido hacer todo lo que esté en su mano para que la condición de socio político de Junqueras prevalezca sobre la de reo de la Justicia. El Tribunal Supremo ha decidido justamente lo contrario. Lo que, por si no tuviéramos lío bastante, nos proporciona un hermoso conflicto entre el poder ejecutivo y el judicial y un desastre diplomático para el crédito del Estado español en Europa.
Se comprende el empeño de Junqueras en estar presente en el pleno del Parlamento Europeo del día 13. Tiene que ver con la competición feroz por la hegemonía entre las facciones del independentismo. Ese día, Puigdemont debutará oficialmente como eurodiputado, obteniendo el premio por su fuga. Sus seguidores se preparan para que lo haga en olor de multitudes. Si mi rival va a entrar en Estrasburgo bajo palio, yo también tengo que estar ahí, habrá pensado Junqueras. Pedro, arréglamelo, que para algo te he hecho presidente.
Pedro lo ha intentado, pero no ha sido suficiente ante la Justicia en acción.