Ignacio Camacho-ABC
- Para el sanchismo, los tribunales son una suerte de órgano administrativo que debe someterse al mandato político
El nombramiento de su ministra de Justicia como fiscal general del Estado -«¿De quién depende la Fiscalía, eh?»-, cuya revocación tiene visos de prosperar en el Supremo, es el símbolo del respeto que Pedro Sánchez siente por la independencia del poder judicial. Más o menos el mismo que profesa a su propia palabra. Para el presidente, como para todo populista, los tribunales son instrumentos del único poder que considera legítimo, que es el suyo, el ejecutivo alrededor del cual orbita el resto de las instituciones como satélites a su servicio. Según esta mentalidad, los jueces forman parte, una parte peculiar en el mejor de los casos, del personal administrativo y deben sujetarse al mismo mandato político o al menos evitar la injerencia en sus designios. La teoría del polvo del camino. Los mecanismos de control y contrapeso están muy bien para la teoría del Derecho; a la hora de la verdad práctica sólo cuenta el Gobierno como expresión de la voluntad del pueblo. Por eso no entiende los reveses jurídicos que está sufriendo y los achaca a una conchabanza de las togas con la oposición, a un bastardeo de intereses sindicados al objeto de desestabilizar la misión salvífica de la Coalición de Progreso.
De ahí la importancia que el sanchismo concede al desbloqueo del CGPJ, de cuyo cometido sólo le interesa el nombramiento de magistrados para someterlo al correlato proporcional de los grupos parlamentarios. Es el último reducto institucional que aún no ha ocupado. Como no puede interferir en la función jurisdiccional, que cada juez desempeña en su juzgado, niega la autonomía del colectivo para elegir a sus representantes como hizo la semana pasada el ministro Bolaños. La cuestión clave consiste en que la asociación judicial más próxima a la izquierda es claramente minoritaria y el sistema de cooptación política vigente permite sobredimensionarla: véase el ejemplo de Delgado en la designación de los fiscales de sala. El PP, atrincherado ahora en el ‘statu quo’, es corresponsable de no haber cambiado el procedimiento cuando dispuso de la mayoría suficiente para hacerlo. Pero tiene derecho a exigir esa reforma como contrapartida de un acuerdo ante la indisimulada intención invasiva del PSOE y Podemos, que ha motivado varios toques de atención en el ámbito europeo.
Es probable que la renovación del Consejo se hubiese ya producido de no mediar ese proyecto bonapartista de desembarco explícito, esa pretensión de colonizar en régimen asimilativo una justicia a la que algunos miembros del Gabinete acusan, sin que nadie los desautorice, de golpismo. Lo que dificulta el pacto hasta hacerlo inviable es la hostilidad declarada hacia un poder del Estado, no por casualidad el que está poniendo límites a una deriva de corte autocrático. Este asunto ya no va de cuotas de reparto sino de preservar la independencia judicial de una toma por asalto.