José Luis Requero-EL ESPAÑOL

  • El autor repasa la relación que ha tenido históricamente el PSOE con la Justicia y asegura que la reforma de la Ley del Poder Judicial que ahora plantea es inconstitucional.

Llueve sobre mojado. El plan para alterar el régimen de mayorías en la elección de los vocales judiciales del Consejo General del Poder Judicial, es un episodio más en la tortuosa historia de la relación entre nuestro socialismo y la Justicia. No me voy a la remota, me quedo en la reciente y cito tres hitos vividos desde 1978.

El primero fue su deslealtad hacia el pacto constitucional, que se basaba en la separación de poderes: el Ministerio de Justicia no gobernaría ya la Justicia, para eso se creaba el Consejo, órgano de gobierno y garantía de su independencia, por lo que de sus veinte vocales, doce los elegirían directamente los jueces. Pero llegó el PSOE al poder y promulgó la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985.

A Alfonso Guerra -a quien ahora se echa de menos- se le recuerda por una lapidaria frase, «Montesquieu ha muerto». No se refería al Poder Judicial, sino al Tribunal Constitucional. Cuando se vaticinaba una sentencia no muy favorable a la ley del aborto, Guerra se quejó de que cómo es que doscientos y pico diputados se equivocan y en cambio acierten los doce miembros de ese Tribunal. Y ahí calzó su frase: en ese Tribunal no se habían enterado de la defunción de Secondat, barón de Montesquieu.

Esa frase es grave, pero el pensamiento guerrista tenía otra -más zafia- ya sobre la Justicia propiamente dicha. La política educativa socialista se fue anticipando a golpe de órdenes ministeriales que anunciaban lo que luego sería su ley de educación y el Supremo las anulaba. Y entró en escena Guerra: «Con este Tribunal Supremo no se puede gobernar», muestra de la relevancia que el socialismo ha concedido a la enseñanza y a la Justicia. Vino así la traición hacia el modelo constitucional: los doce vocales judiciales también serían elegidos por el Parlamento que ya elegía a los otros ocho vocales no judiciales. Ese nuevo Consejo mutaría la composición del Supremo.

El Tribunal Constitucional salvó el cambio con una sentencia interpretativa basada en la literalidad del texto constitucional que dice que esos vocales son elegidos “entre” los jueces, no “por” los jueces. Calmó su conciencia advirtiendo que la designación por entero parlamentaria no podía ser reflejo del reparto de escaños y que para evitarlo bastaba que todos los vocales se eligiesen por mayoría de tres quintos.

El socialismo fue mostrando su talante al multiplicarse los casos de corrupción: enfrentó a la opinión pública con jueces

Pero la Ley Orgánica del Poder Judicial era más. Supuso la jubilación masiva de jueces -llegó al 70% del Supremo-, depuración acompañada por una política de recluta también masiva de nuevos jueces; reintrodujo los fracasados tercer y cuarto turnos, es decir, la selección de jueces al margen de las oposiciones; creó la figura del magistrado autonómico, haciendo jueces a juristas propuestos por las Comunidades Autónomas y dejó al Consejo en mera oficina de dirección del “personal judicial” -léase jueces- al entregar al Ejecutivo central y a los autonómicos la entera dotación de medios materiales y humanos de la Justicia.

El segundo hito de esta turbulenta relación fue cómo se gobernó la Justicia por Consejos formados desde las mayorías parlamentarias socialistas. Fueron años en los que el Consejo inspeccionaba o expedientaba a jueces que contrariaban al socialismo reinante, colonizaba los cargos discrecionales o mediante los turnos se colocaban a licenciados próximos. Y cómo se gestionó la Justicia.

Así, los jueces se aglutinaron en una sola asociación, unidad que se dinamitó alumbrando una nueva presentada como centrista y moderada, pero alumbrada desde el mismísimo Gobierno, y los jueces progres crearon otra de corte izquierdista. Una división debilitadora que, además, llevaba al imaginario popular que, como en política, los jueces son de derechas, centro e izquierdas.

Además el socialismo fue mostrando su talante al multiplicarse los casos de corrupción más los siniestros episodios de terrorismo de Estado. La reacción fue presionar y defenderse enfrentando a la opinión pública con jueces. Que la Justicia salga malparada en los rankings de opinión trae su causa del estilo instaurado aquellos años para analizar la actuación de los jueces, todo mezclado con el efecto demoledor de confundir al Consejo con los tribunales y de ahí deducir que los partidos eligen a los jueces.

Y, en fin, el tercer hito fue el espectáculo de toda la plana dirigente socialista, más cargos de tercera o cuarta fila, manifestándose a las puertas de la cárcel de Guadalajara para solidarizarse con Barrionuevo y Vera, condenados por terrorismo de Estado. Jamás se ha visto algo parecido: todo un partido que había gobernado durante catorce años manifestaba su desprecio hacia la Justicia por la condena de dos de los suyos.

No piensen que soy maniqueo, admito que ha habido ministros socialistas sensatos, pero en su ADN político llevan el código genético que les marca. Pienso en Múgica, probablemente el que mejor recuerdo dejó como también dejó una frase antológica, fiel a ese ADN: en tiempos de reivindicaciones manifestó que estaba dispuesto a «dialogar con los jueces, pero desde la primacía del Gobierno». No se podía ser más sincero. Ni más coherente.

Lo cierto es que lo que viene no es un problema profesional de los jueces, sino para la libertad de los ciudadanos

Así llegamos a hoy, a la penúltima vuelta de tuerca. La proposición de ley socialista y de Unidas Podemos se resume en que, ante el bloqueo actual en la renovación del Consejo, los vocales del cupo judicial se elijan por mayoría absoluta de no lograrse los tres quintos en una primera votación. Ciertamente la Constitución sólo prevé los tres quintos para el cupo de los ocho vocales no judiciales, pero porque parte de la premisa de que los otros doce los elegíamos directamente los jueces. Cuando se fue a la elección total parlamentaria, la lógica impuso que todos los vocales se eligiesen por tres quintos, mayoría global y reforzada a la que se agarró el Tribunal Constitucional para salvar la reforma de 1985.

Lo que se planea ¿es inconstitucional?, para mí no tiene vuelta de hoja: lo es; ahondaría en la inconstitucionalidad de un sistema que siempre lo fue. El Consejo es único, cesa cada cinco años en su totalidad y una vez instaurado un sistema de elección parlamentaria todos los vocales deben ser elegidos desde la misma mayoría. Además, se opta por una iniciativa que no viene formalmente del Gobierno -sería proyecto de ley- sino proposición de ley. Esto evita el engorro de someterse a las reglas de elaboración de los proyectos, que exigirían recabar informes preceptivos y a una tramitación más lenta. Pero hay prisas, siempre las ha habido: en 1985, para el inmediato asalto a un Consejo que cesaba, y para que no le sucediese otro también elegido por los jueces, se suprimió antes el recurso previo de inconstitucionalidad, un recurso que dejaba en suspenso la promulgación de las leyes que impugnaban.

El detonante del vuelco dado en 1985 fue, como he dicho, eliminar obstáculos para la política educativa socialista; en los años siguientes mutó ese interés ante la corrupción y el terrorismo de Estado y ahora ¿qué añadiría un cambio en el sistema de mayorías, permitiendo una composición más monocolor? Los intereses particulares e inmediatos del vicepresidente segundo pesarán, pero el plan tiene más recorrido y entran en escena tres circunstancias. La primera, que gobierna -o cogobierna- un partido comunista; la segunda, un presidente sin escrúpulos para mantenerse en el poder; y la tercera, que se gobierna con el apoyo de partidos separatistas, cuyo nacionalismo es de corte fascista. Todos hermanados en una visión totalitaria del poder.

Con el desembarco en el gobierno judicial de la actual mayoría parlamentaria y gobernante agresiva y sin escrúpulo se inspeccionaría y sancionaría, se arrumbaría el sistema de oposiciones -¡es para ricos!- por otro ideologizado; se formaría a los jueces en sus postulados ideológicos que se impondrían como criterios de interpretación normativa y, en fin, se poblarían los cargos dirigentes con jueces afines.

A esto añadan una Fiscalía y una Policía Judicial gubernamentalizadas que dirigirían la instrucción penal, más la dependencia total de los Ejecutivos central y autonómicos para dotar de medios. Y como guinda, se federalizaría la Justicia: clonando el modelo estatal cada autonomía tendría su propio Consejo, sus funcionarios y seleccionaría a sus jueces y fiscales. Volveríamos al caciquismo más castizo.

Este es el panorama, no exagero y lamento ser negativo pero el deterioro de nuestro sistema avanza y lo peor es que hoy día ya no cabe excluir nada, cualquier aberración es posible porque quienes gobiernan han demostrado que son capaces de todo. ¿Quién nos salvará?, ¿el Constitucional?, lo tendría fácil, pero, con perdón, también es objeto de reparto partidista; ¿Europa?, ojalá, pero si no ha censurado el sistema instaurado desde 1985 -tan polaco y húngaro él- ¿lo hará ahora?; ¿el PP de volver al poder?, ya hemos visto que, pudiendo, nada hizo; ¿la Judicatura?, sí, si rechaza involucrarse en la formación del nuevo Consejo, pero entre cinco mil jueces ¿no habrá doce fieles que secundarían esos planes? En fin ¿será la propia ciudadanía la que reaccione?: ahí ya no tengo respuesta. Lo cierto es que lo que viene no es un problema profesional de los jueces, sino para la libertad de los ciudadanos.

*** José Luis Requero es magistrado del Tribunal Supremo.