JAVIER CARABALLO-El Confidencial

El Rey inclinó la cabeza y Pablo Iglesias le correspondió con el mismo gesto. En aquella imagen quedó grabada la importancia tantas veces ignorada sobre la figura del Rey como jefe del Estado

Estaba allí el Rey, Felipe VI, firme, la mano derecha extendida pegada a la sien, en primer tiempo del saludo militar, y, frente a él, el vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, con su mascarilla celeste de guiños republicanos y los ojos algo encogidos. El Rey inclinó la cabeza y Pablo Iglesias le correspondió con el mismo gesto, más leve, menos acentuado, pero con la misma seriedad en el semblante. Luego, Felipe VI siguió la ronda de saludos al resto de miembros del Gobierno, pero en aquella imagen, en ese único instante, quedó grabada la importancia tantas veces ignorada sobre la figura del Rey como jefe del Estado y de la monarquía parlamentaria como modelo de Estado en España.

En este país de trifulcas cainitas, de extremos políticos que se retroalimentan e incendian el aire con una política gamberra de insultos y escraches, la figura de un monarca como Felipe VI es la única posibilidad que existe de que se pueda celebrar con normalidad protocolaria un acto de España presidido por el jefe del Estado. En las circunstancias en las que nos encontramos, a nadie debería caberle la menor duda de que solo una figura neutral como la de Felipe VI tiene la posibilidad de ser aceptada y asumida en sus funciones de jefe de Estado, en representación de todos los españoles. En todos estos años de democracia, ningún líder político hubiera sido aceptado como jefe de Estado de la misma forma que lo ha sido el monarca. De ahí el valor simbólico de esa estampa, de la fotografía del Rey, con el saludo militar, frente a Pablo Iglesias, el mayor detractor de la monarquía parlamentaria, porque demuestra que en España solo nos salva el protocolo de la Casa Real. El respeto institucional que se le tiene a los actos presididos por el Rey es el mínimo imprescindible que se requiere para que España mantenga la posibilidad de celebrar un acto de Estado.

Que no, que ninguna figura política sería capaz de concitar ese mínimo respeto institucional y de esto es, precisamente, de lo que no se dan cuenta muchos de los demócratas que defienden que España debería reabrir el debate sobre el modelo de Estado para instaurar una república. Conviene, una vez más, recalcar el verbo, reabrir, porque no sucede en ninguna otra parte y porque se trataría justamente de eso, de volver a debatir lo que ya se planteó en la Transición, durante el debate constitucional, y se rechazó.

Por dos veces se abordó la cuestión en las primeras Cortes democráticas, representantes de la soberanía popular elegidos por los españoles, y por dos veces se rechazó con una abrumadora mayoría de diputados de todo el arco parlamentario, desde la derecha, hasta los centristas, pasando por la izquierda. Desde entonces, la figura del jefe del Estado ha planeado por encima del debate político siempre agrio, siempre a cara de perro, y ha podido distinguirse, nítidamente, en su neutralidad, en los momentos de mayor tensión y enfrentamiento, incluyendo la gresca que se genera en momentos trágicos como el que estamos viviendo en la actualidad con esta maldita pandemia de coronavirus.

Ni siquiera los desmanes y la profunda decepción del anterior jefe del Estado, Juan Carlos I, en los últimos años de su reinado merma la necesidad que se tiene en España de contar con una figura así, ajena a las disputas electorales, en lo más alto de la representación institucional de los españoles. Porque es eso, precisamente, lo que dispone la Constitución del Rey de España como jefe del Estado: “Asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica” (Título II. Artículo 56).

Desde que accedió al trono, el rey Felipe VI ha dado muestras constantes de acatamiento de su estricto papel constitucional, de su discreta responsabilidad institucional, de su altura profesional y de su formación intelectual, como ha vuelto a demostrarse estos días, tras la absurda, irresponsable e inexplicable polvareda que ha provocado el propio presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, cuando vetó su presencia en un acto del Poder Judicial. Esa misma lección de saber hacer, de saber estar, volvió a repetirse este lunes, final de la polémica que se arrastraba desde entonces.

En el Día de la Fiesta Nacional de España, en la estrechez de unacontecimiento ceremonioso y solemne, lo que pudimos entender es la verdadera dimensión de la monarquía parlamentaria. El empeño por destruir, o desprestigiar, los símbolos que representan a todos los españoles, como la bandera o el himno, solo persigue acabar con esos vínculos de unidad en España. No se ataca a Felipe VI porque lleve apellidos de una dinastía real, ni porque represente una institución anacrónica porque no lo son las monarquías parlamentarias de la actualidad, sino porque es el mayor de los símbolos y, como se ha vuelto a demostrar, el único jefe de Estado capaz de convocar un acto en el nombre de España.

Decía Giovanni Sartori que “definir la democracia es importante porque establece qué esperamos de la democracia”. En España este planteamiento es especialmente relevante, porque entre los aspectos esenciales que esperamos de la democracia, en el mismo plano que la libertad y la igualdad, está la convivencia. Y ahí es donde radica la necesidad de la monarquía parlamentaria en nuestro país, en su utilidad representativa para preservar la convivencia entre todos los españoles.