Francisco Rosell-El Mundo
Visto lo visto, todo indica que, más que un revés o una contrariedad, la reciente anulación por parte del Tribunal Constitucional del parche ingeniado por el ex ministro Wert para garantizar la enseñanza en castellano en Cataluña va a suponer una excusa perfecta para que el Gobierno no haga nada. Atrapado en el laberinto de la inacción, no encuentra el hilo de Ariadna que le conduzca a la salida de un atolladero por el que a los castellanohablantes se les convierte, de facto, en extranjeros desposeídos educativamente de su lengua y de otros derechos constitucionales.
De este modo, con artículo 155 o sin él, en lo que hace a este derecho fundamental, la irrefrenable política de hechos consumados del nacionalismo remata irreversiblemente sus propósitos. En esta encrucijada, Rajoy debe hacerse una reflexión semejante a la de aquel personaje de Bertolt Brecht que aguarda a que le cambien un neumático pinchado: «No me gusta el lugar de donde vengo. No me gusta el lugar adonde voy. ¿Por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?».
No ayuda, desde luego, que el Tribunal Constitucional, incapaz de garantizar el cumplimento de sus sentencias respecto al carácter vehicular del castellano, anteponga el fallo de este recurso de 2013 de la Generalitat sin haber resuelto uno anterior de 2009 contra la Ley de Educación catalana. Sugiere un juego de apaños y componendas difícilmente explicable, pero muy en consonancia con la errática trayectoria de este Alto Tribunal.
Si urgía elucidar si el Ministerio invadió las competencias autonómicas al anticipar 6.000 euros para escolarizar en colegios privados a los alumnos que quisieran recibir enseñanza en castellano y no dispusieran de oferta pública, cuánto más apremia su dictamen sobre la Ley de Educación catalana. Entre otros menoscabos, no precisamente presupuestarios, esta norma sólo permite proyectos lingüísticos (bilingües o plurilingües) del catalán con «lenguas extranjeras», esto es, excluido el castellano. Si un alumno desea recibir una educación bilingüe en catalán y en castellano, lo tiene prohibido, pero no en el caso de que pretenda hacerlo en catalán y en inglés, francés o en alemán.
Cuando parecía llegado el momento de restablecer el carácter de lengua vehicular del castellano, junto al catalán, esta circunstancia no se produce y la espera parece en vano. Como la llegada en vano de Godot, el personaje teatral de Samuel Beckett. A resultas de tanto desvarío como dejación de responsabilidades, los castellanohablantes son una mayoría discriminada en Cataluña a la que, paradójicamente, sus autoridades ni siquiera le reconocen los derechos políticos exigibles para cualquier minoría, lo que aúna el sarcasmo y el abuso.
Frente a esta realidad incontrovertible por la que los castellanohablantes son tratados como extranjeros en su propio país, también se registra la plausible lucha a contracorriente de muchos resistentes. En su denuedo y en su fe de carbonero, evocan aquello que se cuenta del gran poeta Arthur Rimbaud. Al parecer, aprendió a tocar el piano practicando durante meses sobre una mesa del comedor en la que había labrado un teclado con el cuchillo. Le impulsó su confianza ciega en que su madre alquilaría el instrumento que al final dispuso. Incomprensiblemente, estos encomiables padres castellanohablantes son dejados a su suerte, cuando no estigmatizados.
Con la marcha de Tarradellas, en cuyo corto mandato se pusieron las bases de la escuela bilingüe, Jordi Pujol emprendió la escuela en catalán, con clara postergación de los castellanoparlantes. De esta forma, se pasó del bilingüismo al monolingüismo en catalán. Hizo de la ley de inmersión lingüista una auténtica ley de inversión, poniendo las cosas del revés y haciendo visibles las advertencias de Tarradellas. Al romperse la etapa que éste había comenzado con esplendor, confianza e ilusión el 24 de octubre de 1977, se inició otra que condujo a la ruptura de los vínculos de comprensión, buen entendimiento y acuerdos constantes entre Cataluña y el Gobierno. «Ello nos llevaría –concluiría– a una situación que nos haría recordar otros tiempos muy tristes y desgraciados para nuestro país».
Con la inconsciencia de los grandes partidos nacionales, deudos del voto nacionalista para asentar las sucesivas mayorías parlamentarias, Pujol utilizó los muchos medios a su alcance para lanzar su proyecto de ruptura con España, después de implantar lo que Tarradellas tildó de «dictadura blanca». A juicio de éste, más peligrosa, si cabe, que la roja porque, si bien «no asesina, ni mata, ni mete a la gente en campos de concentración, se apodera del país».
En pro de ese objetivo, Pujol controló férreamente que el ingreso a la función pública correspondiera a creyentes del credo nacionalista. Singularmente en el ámbito de la enseñanza, después de forzar la salida de profesorado castellanohablante. Era consciente de que, para imponer su pensamiento, era ineludible adueñarse de los colegios desde las aulas a los patios hasta requerir a los padres que hablen en catalán en el ámbito familiar para que los niños inadaptados lingüísticamente sean unos buenos catalanes. Le movió más erradicar el castellano que promover el catalán.
Pujol empezó a popularizar una de su máximas de que «catalán es quien vive y trabaja en Cataluña» para acabar reduciéndolo a aquellos que hablan el catalán como paso ineludible a la formación del espíritu nacional. No en vano, ateniéndose a la definición de charnego que figura en la Gran Enciclopedia Catalana que él mismo promovió, no deja de ser «persona de lengua castellana residente en Cataluña y no adaptada lingüísticamente a su nuevo país». Lo hizo con la misma insaciabilidad con que este gran Tartufo y los suyos saqueaban las arcas públicas, mientras atizaba a las masas con el «España nos roba».
De esta guisa, hecho el país, se construyeron las estructuras de Estado para no correr «el riesgo de perder el país», como presumió sin tapujos en marzo de 2011 durante la presentación en Barcelona del libro Jordi Pujol y los judíos. Después de moldear pacientemente la sociedad (fer país), levantó sigilosamente un Estado (catalán) dentro del Estado (español) para, cuando fuera menester, proclamar la independencia.
El nacionalismo siempre ha tenido claro que la lengua es un arma política de primer orden frente a la torpeza inconmensurable de gobernantes como el presidente Zapatero. En marzo de 2005, incluso desautorizó al presidente del Congreso, Manuel Marín, por no permitir al diputado nacionalista Aitor Esteban, expresarse en euskera en el hemiciclo. Ello acompañado de aquel otro chusco episodio en el que dos andaluces, como Chaves y Montilla, debatían en el Senado, con un pinganillo en la oreja, mediante traducción simultánea.
Aquella frase de Zapatero –escrita desde entonces con tinta indeleble en el argumentario de un plurinacional PSOE– de que «las lenguas están hechas para entenderse» sublevó a Rafael Sánchez Ferlosio. Nuestro Premio Cervantes no tuvo por menos que refutarle que están hechas para que sus hablantes se entiendan entre sí. Nunca para entenderse una lengua con otra. Los hablantes griegos y romanos para hacerse comprender entre ellos habrían recurrido al lenguaje de los gestos para comunicaciones elementales, a un intérprete que supiese ambas lenguas o a una tercera lengua por ambos conocida.
Eran engañosos aquellos tiempos en los que los nacionalistas vascos parecían de Marte, a causa del terrorismo etarra, y los catalanes de Venus, como ha sintetizado el profesor Alfonso García Figueroa, hoy recluido en la Universidad de Castilla-La Mancha, en un vivencial artículo sobre sus «recuerdos de un charnego en el exilio» publicado en la Revista de Libros. Tiene toda la razón cuando asevera que no es que el nacionalismo catalán, tras 40 años en Venus, haya mutado de naturaleza para cultivar con entusiasmo los campos de Marte, pues éste siempre ha sido marciano.
Pese a su máscara venusina, el nacionalismo catalán ha ejercido, en efecto, una violencia, más sutil si se quiere, pero violencia al fin y al cabo, como este mismo profesor sufrió en su propia familia. Incluido el momento doloroso de la muerte de su padre –gran parte de su vida residiendo en Cataluña– en un hospital barcelonés donde la enfermera se negó a responderle en castellano hasta en la hora de su agonía. Por no referirse al día en que su madre se reencontró con una vieja amiga, acompañada por su nieto, al que saludó y con el que trató de conversar hasta que la abuela le advierte que el pequeño no entiende el castellano, siendo esa la razón exclusiva de su mudez.
En cierta manera, la lengua bífida del nacionalismo secunda las pautas que, apenas dos años después de la derrota del nazismo, el filólogo alemán Victor Klemperer recogió en su inexcusable libro sobre La Lengua del Tercer Reich. Redactado a partir de las notas tomadas diariamente desde la llegada de Hitler al poder, Klemperer explica que el habla del nazismo, como ahora el habla del nacionalismo, acaba con la noción de verdad pública y distorsiona el empleo de las palabras para hacerles decir lo que sus gerifaltes querían que dijeran. «¡Cuántos conceptos y sentimientos han deshonrado y envenenado!», se lamenta.
Además, de la mano de la lengua, se justifica el expansionismo propio del irredentismo nacionalista . De ahí la lógica aplastante que mueve la propuesta independentista de conceder la nacionalidad catalana a todos los pueblos del entorno que hablen su lengua en alguna de sus variantes. Una vez descartada la componente racista, como aquella que llevó a Junqueras a asegurar que su ADN era más francés que al español sin caer en las locuras del medidor de cráneo del tronado doctor Robert, pero rondándolas, se busca por medio de la lengua anexionar a valencianos, baleares y hasta a los aragoneses de la Franja para constituir esos Países Catalanes.
Sin ninguna base histórica, esta aspiración entronca con el lebensraum, el «espacio vital» al que Hitler afirmaba que tenía derecho el pueblo alemán. Todo un proyecto de ingeniería política que se completa con la modificación de la toponimia hasta erradicar de la misma el castellano y ese impulso a distanciarse de España promoviendo la catalanización de nombres y apellidos. Algo que se puso de moda en la Alemania de la segunda mitad del XIX, donde se dio en bautizar a los niños con sonoros nombres de la antigüedad germano-escandinava y que se incrementó en el Tercer Reich. No había manera más fácil de demostrar fidelidad al régimen que un nombre nibelungo.
A esta ósmosis se sumaron entusiásticamente algunos judíos, como ahora lo hacen los charnegos agradecidos, pero inevitablemente despreciados por el clasismo supremacista de los que se arrogan el derecho para dispensar certificados de limpieza de sangre.
Era la manera de pasar desapercibidos en una sociedad crecientemente antisemita. Se registraron casos esperpénticos como el de padres que llamaron a su hija Heidrun. Estaban persuadidos de que se trataba de un nombre digno de una valquiria, cuando era la cabra que, según la mitología noruega, produce en sus ubres hidromiel para los héroes muertos en combate. Ya en la Cataluña de la II República hasta el mismísimo Companys, ahondando en unos complejos que no disimuló ni cuando proclamó la independencia por unas horas. Fue acusado de catalán indigno por el periódico La Nació porque figuraba un inaceptable Luis en la placa de su despacho.
Frente a esta realidad claramente escamoteada –y lo que es peor convalidada por aquellos que deben garantizar plenamente los derechos constitucionales de todos los españoles, independientemente de su condición o lugar donde moren–, el nacionalismo ha impuesto su discurso después de adueñarse del lenguaje. Gracias a lo cual, como señaló Julien Benda, puede practicar el mal, pero honrando el bien.
Así, puede emplear como monedas de curso legal grandes mendacidades como hablar de normalización, cuando ese modelo lingüístico sólo impera en Groenlandia, y de éxito, como refutan los informes Pisa. No en vano las élites catalanas ponen a salvo a sus hijos llevándoles a colegios internacionales privados, como hizo el ex presidente Montilla con sus trillizas para que aprendieran castellano en el colegio alemán, después de negarles esa posibilidad a quienes no atesoraban esos caudales.
Como certificó Samuel Johnson, el intelectual por excelencia de Inglaterra, las lenguas son el historial, el linaje de las naciones. Por eso, la erradicación legal del castellano y la condena al ostracismo de sus hablantes no son males que curen el tiempo ni el silencio, sino que los agrava irreversiblemente. Por eso, nadie –y menos el Gobierno– debiera perder más el tiempo ni enmudecer. Al contrario, actuar diligentemente y alzar su voz. Pero ambas cosas puede que sea tanto como pedir peras al olmo. Han sido muchos lustros callando y otorgando frente a un nacionalismo de lengua bífida que envenena la convivencia de un modo tan letal como las serpientes.
… Y a eso le llaman amar a Cataluña.