ENTREVISTA A PEDRO ÁLVAREZ DE MIRANDA

Autor de ‘El género y la lengua’ (Turner), uno de los manuales de referencia para entender el debate sobre el lenguaje inclusivo, el académico de la RAE aboga por desdramatizar ésta y otras polémicas. La elección del nuevo director de la Academia, Santiago Muñoz Machado, parece aportar tranquilidad para que él y sus compañeros sigan haciendo su trabajo. Pero también hace falta más apoyo económico, reclama

Mientras se ultiman los detalles del informe sobre lenguaje inclusivo en la Constitución española, el breve (y divertidísimo) ensayo de Pedro Álvarez Miranda (Roma, 1953) se ha convertido en la mejor herramienta para entender la dimensión de esta polémica.

Pregunta.– ¿Qué le parece que las cuestiones relativas al idioma estén tan candentes en la actualidad?

Respuesta.– Es curioso: la gente se toma las cuestiones de la lengua con bastante pasión y con bastante vehemencia. Y a mí me parece positivo. Y lógico, hasta cierto punto, puesto que es su herramienta cotidiana. Con la lengua hablamos y con la lengua pensamos. También es lógico demandar a los usuarios una cierta racionalidad y reflexión, informarse y no opinar apasionadamente. La lengua tiene sus propios mecanismos y los gramáticos, los lingüistas y los lexicólogos hemos dedicado mucho tiempo a pensar sobre ella. No es que tengamos más autoridad sobre la lengua, pero tenemos algunas pocas horas más de reflexión sobre ella.

P.– ¿Por ejemplo?

R.– En general, en el terreno ortográfico hay una pulsión bastante clara en la gente, que es lo que podríamos llamar el misoneísmo, que quiere decir horror a lo nuevo. Los hablantes son muy conservadores: rechazan cualquier novedad en ortografía, precisamente porque les incomoda tener que cambiar el chip mental.

P.–¿Y en el terreno del léxico?

R.– «Es que esa palabra es muy fea». Bueno, mire usted: no hay palabras feas. Lo que pasa es que, como le suena nueva. De nuevo, el misoneísmo… O que esa otra palabra «no me gusta». Bueno, pues el verbo gustar no es de aplicación ahí, da igual que no le guste, es que no le tiene que gustar. Es una palabra nueva y depende de 500 millones de hablantes que sea aceptada o no. El que a usted le guste o le deje de gustar es irrelevante.

P.–¿Qué responsabilidad tienen los académicos en este aspecto?

R.– Los que le hemos dedicado muchas horas de estudio y reflexión tenemos que hacer un poco de pedagogía. Precisamente, estos articulitos pretenden hacer eso: no hacer una lingüística muy técnica y muy abstrusa y con terminología rara, sino tratar de explicar a la gente esa maravilla que es la lengua.

P.–Respecto al tema de su libro, hay quien sostiene que el lenguaje inclusivo es un primer paso. Que cambiando el idioma se puede llegar a cambiar la realidad.

R.– Es una ingenuidad. Nadie puede cambiar voluntariamente, conscientemente, el lenguaje. Éste surge de un consenso social que, en nuestro caso, como no nos cansamos de repetir con gran orgullo, comprende y afecta a 500 millones de hablantes. Es que cuando se piensa en eso, claro, uno es insignificante en medio de esa masa y de ese consenso. Así que, efectivamente, es ingenuo pretender cambiar la sociedad cambiando el lenguaje. Los que sabemos un poco de historia de la lengua sabemos que eso no ha ocurrido nunca. Es al revés: cambia la sociedad y, al cambiar la sociedad, cambia lenguaje. Muy poco a poco y con un núcleo duro prácticamente intocable. Es decir, si aparece una novedad social, ideológica, material, técnica, surge una palabra nueva. Puesto que el diccionario y el conjunto del léxico tienen miles y miles de palabras, asimilar un elemento léxico nuevo no cuesta nada. En cambio, alterar algo tan sustancial y básico como la estructura gramatical de la lengua no va a ocurrir de la noche a la mañana. Y si tenemos dos géneros, masculino y femenino, es porque eso es una herencia del latín y a su vez lo heredó del indoeuropeo y nos remontamos ya a la torre de Babel.

P.–Pero antaño hubo un género neutro.

R.– El latín tenía tres géneros: masculino, femenino y neutro y las lenguas románicas han perdido el neutro. Bueno, bien. Pero nadie puede decir que se va a sacar de la manga un tercer género. Es imposible, así no funcionan las lenguas: ni porque lo quiera la Academia ni porque lo quieran las feministas ni porque lo quieran los machistas o los argentinos o los mexicanos. Los fenómenos lingüísticos no surgen de arriba a abajo, sino de abajo arriba. De la masa. La lengua es una institución profundamente democrática. Pero no se vota. Es una institución de un asamblearismo tácito, difícil de definir.

P.–¿En qué situación está el informe sobre lenguaje inclusivo en la Constitución?

R.– En las próximas semanas se va a poner de actualidad el asunto, cuando la Academia responda a la vicepresidenta del Gobierno, que es quien ha solicitado el informe. Éste está hecho pero tiene que aprobarlo el pleno. Es un informe muy matizado, muy razonado, muy sensato y muy pensado. No se pueden esperar grandes novedades: lo que escribió Bosque en aquel documento, Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer, lo que digo yo en estos artículos… Los lingüistas y las lingüistas lo tenemos muy claro. Porque la comisión ha sido paritaria. Y lo desdramatizamos: no lo convertimos en un casus belli.

P.–¿Cree que este asunto se resolverá satisfactoriamente?

R.– Evidentemente, convencer a quien no está muy dispuesto a dejarse convencer por argumentos siempre ha sido muy difícil en este campo y en muchos otros. Hay que tomarse la cosa desapasionadamente, hay que darse cuenta de que la lengua es una convención social y que cambiar esas convenciones sociales en asuntos que, repito, afectan al núcleo duro, como es el género gramatical pues es prácticamente imposible.

P.–Otra cuestión que se debate últimamente es la capacidad de los políticos de manipularnos a través de la del lenguaje.

R.– Si los lingüistas no tenemos poder sobre la lengua, ¿por qué lo van a tener los políticos? El intento de manipulación a través del lenguaje es, históricamente, un fenómeno observado. Por ejemplo, la palabra «soberanismo» es relativamente reciente, tal vez para atenuar la crudeza de «independentismo», pero ahora ya se está hablando abiertamente de independentismo. Si, prácticamente, son sinónimas, ¿por qué queríamos otra? Los intentos de enmascarar o de orientar la realidad en una determinada dirección a través de la selección de vocabulario son frecuentísimos y los hablantes deben tener la suficiente inteligencia como para no dejarse manipular por un determinado uso del lenguaje: No llamar a las cosas por su nombre. Está bien que surjan novedades, pero si los hablantes descubren que un político está tratando arteramente de modificar la realidad tan sólo cambiando algo tan epidérmico, en definitiva, como es el léxico, pues deben tomar nota.

P.–¿Qué le parece la situación actual de nuestro idioma?

R.– En conjunto, soy optimista y me parece que el vigor de la lengua española está fuera de dudas. Evidentemente, ponemos demasiado el acento en lo cuantitativo, que sacamos pecho con lo de los 500 millones, y debemos atender más a lo cualitativo: la presencia en internet, la difusión de la lengua, etcétera. La demografía no lo es todo. Pero en conjunto creo que tenemos, por lo pronto, una intercomunicabilidad entre los 500 millones altísima. Salvo pequeñas distorsiones de vocabulario, nos entendemos muy bien entre nosotros. Otra cosa importantísima: tenemos una ortografía común y es maravilloso. Por ejemplo, portugueses y brasileños no tienen una ortografía común y son sólo dos países. Además, en los 23 países hispánicos, la asociación de academias reconoce una cierta primacía a la academia española, histórica, pero en conjunto funciona el consenso.

P.–¿Y que en Cataluña el idioma se haya convertido en fuente de conflictos?

R.– Lo lamento, porque envidio el bilingüismo y envidio a los que hablan con toda soltura catalán y castellano. Y me parece que menoscabar una de esas dos lenguas es una pérdida, una pobreza. Me gustaría ser totalmente bilingüe catalán-castellano si viviera en Cataluña y haría los esfuerzos por hablar los dos códigos que circulan en la calle en Barcelona, sin detrimento de ninguno de los dos. A ver si conseguimos algún día ver esto con naturalidad. Pero ahí los condicionamientos políticos son evidentísimos.

P.–¿Qué aporta el plurilingüismo?

R.– La existencia de cuantas más lenguas es una fuente de riqueza. Ahora, si hay una común de comunicación entre todos, estupendo. Si es que las lenguas son instrumentos de comunicación. Y si un vasco y un catalán se entienden en el castellano, pues qué bien que tienen un código común para entenderse. Y empleo «castellano» con toda conciencia, porque cuando estoy hablando de las lenguas de España, prefiero «castellano»; cuando estoy hablando de las del mundo, prefiero «español». No hay que pegarse tampoco por la elección de uno de los dos términos. Podemos jugar con las dos etiquetas. Qué bien que tenemos dos sinónimos, qué bien que tenemos cuatro (o cinco, dependiendo de la consideración del valenciano) lenguas en España. Qué bien que somos una nación plurilingüe.

P.–¿Le preocupa la integración territorial de España?

R.– Sin duda. A mí, personalmente, es lo que más le preocupa en estos momentos y el asunto sobre el que leo con mayor voracidad y ansiedad. ¿Quién nos iba a decir hace unos años que íbamos a estar más preocupados por Cataluña que por el País Vasco? Tal vez a los que vivimos en Madrid nos falta esa visión, pero siempre que voy a Cataluña me esfuerzo por entenderlo, tengo bastantes amigos allí y lamento que haya tantos independentistas y que esté tan fraccionada la sociedad catalana. Es un problema político de muchísima envergadura que parecía bien encarrilado en Cataluña y resulta que no lo estaba.

P.–Algunos independentistas denominan «colonos» a los que hablan castellano en Cataluña.

R.– La lengua nunca debe ser una trinchera y llamar colonos a unas personas que han ido a buscar trabajo allí es una inversión histórica absolutamente absurda. Los colonos siempre han sido poderosos y compararlos con los andaluces, extremeños, murcianos que han ido a Barcelona en busca de un trabajo es una cosa sangrante que falta a la verdad de los hechos y al significado de las palabras. En general, todo el mundo es lo suficientemente sensato como para que el idioma nunca sea una barrera ni una trinchera, ni un parapeto para la incomunicación. Es que el lenguaje es comunicación. Y hay que desdramatizar el bilingüismo igual que el masculino gramatical. En materia lingüística, no hay que ser fundamentalista en nada.

P.–¿Es la RAE palabra de Dios?

R.– Si alguien cree en una cierta inflexibilidad e inmovilismo de la Academia considero que está equivocado. Repito: la gente le concede a la Academia más poder del que tiene. ¿Qué es el diccionario? Pues un inventario de voces. Cuando la gente pregunta si se puede decir tal palabra, yo les respondo: «Dila. ¿No la has dicho?». Pues claro que se puede. No hay multas, la Academia no es una la policía del idioma ni la lengua es el código de circulación. Esta mentalidad hay que quitársela de encima.

P.–Después de la elección de su nuevo presidente, Santiago Muñoz Machado, ¿cómo ve el futuro de la RAE?

R.– La Academia ha tenido unos recortes muy severos en la asignación del Estado y, por otro lado, ahora ofrece gratuitamente en internet un diccionario que antes se vendía muy bien en papel. Porque, claro, los diccionarios en papel han desaparecido. Y la Academia presta un servicio público a través de sus obras: el departamento de consultas, que funciona estupendamente bien y con gente muy valiosa, responde todos los días cientos de consultas gratuitamente y lo va a seguir haciendo así. Alguien se tiene que dar cuenta de que esto cuesta dinero y de que no podemos tener a la RAE dejada de la mano ni del Estado ni de la sociedad civil.

P.–¿Es el patrocinio o el mecenazgo una solución?

R.– Yo creo en un sistema mixto. La Academia no es Administración pero sí es Estado. No todos la vemos igual: unos ponen más el énfasis en lo privado y a mí me gusta subrayar la condición de Estado de la RAE, que es casi más antigua que el propio Estado. Una creación de la sociedad civil que enseguida fue amparada por la corona. Históricamente, siempre se le ha respetado una autonomía máxima. Así que el Estado debe velar por la dignidad económica de la academia, que además tiene 80 personas en nómina. De ser un club de notables, se ha convertido en un centro de investigación lingüística muy importante que tiene unos gastos importantes. Me parece muy bien el mecenazgo privado, la Fundación pro Real Academia Española, pero yo creo que debe haber un equilibrio entre el sostén del Estado y los apoyos privados.

Pedro Álvarez de Miranda (Roma, 1953) es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense, catedrático de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Además, acaba de ser reelegido bibliotecario de la Real Academia Española.