EDITORIAL
LA Delegación del Gobierno en Cataluña está comenzando a revocar las denegaciones de permiso de residencia por arraigo en las que la Generalitat alega el desconocimiento de la lengua catalana por parte del inmigrante que lo solicita. La cuestión lingüística sigue siendo, por tanto, uno de los pilares sobre los que el nacionalismo (hoy mutado casi totalmente en soberanismo) levanta el edificio del pensamiento único y excluyente. Quien pretende enraizar en un territorio debe esforzarse por respetar su cultura y hablar su idioma, por una simple razón de sentido común y de poderse socializar en el lugar. En el caso de Cataluña, las lenguas son el castellano y el catalán. Las dos. Por eso la Generalitat debe evitar la tentación de volver la segunda excluyente de la primera. Ahí están aquellas legislaciones autonómicas –claramente liberticidas– que prohibían y multaban a los comercios que rotulaban solo en castellano (los chinos, por ejemplo, se libraban de esta represión lingüística), o el incumplimiento casi sistemático de las sentencias judiciales que avalaban el derecho de los padres a que sus hijos sean educados en castellano, lengua oficial del Estado.
Así las cosas, es imprescindible que el Gobierno evite los abusos que en relación con los permisos de residencia y el uso del catalán pudiera cometer la Generalitat, toda vez que el Estado de Derecho se basa en el respeto escrupuloso de la ley y la garantía para que las libertades que esta contiene se desarrollen. Para el movimiento soberanista, el que los inmigrantes dominen el catalán es fundamental para la construcción del «nuevo Estado». De ahí el proselitismo secesionista de asociaciones como Nous Catalans, vinculada a Convergencia.