Editorial-El Español
El enconado debate suscitado por la Ley Trans, agravado por el bloqueo del PSOE a la tramitación urgente de la norma, va mucho más allá de una disputa de nicho entre familias izquierdistas enfrentadas.
La crisis desatada por la ampliación del plazo de enmiendas ha vuelto a poner de actualidad la cuestión de la transexualidad. Un acicate para que muchos profesionales se hayan decidido a vencer el miedo a ser acusados de «tránsfobos» por el colectivo LGTB y a levantar la voz contra una norma que cada vez más expertos consideran disparatada y peligrosa.
Esta misma semana, la Sociedad Española de Psiquiatría y Salud Mental, el Colegio de Médicos de Madrid y la Sociedad Española de Endocrinología han cargado contra el principio de la autodeterminación de género que pretende imponer la Ley Trans.
Los principales representantes del gremio médico han criticado que nadie, ni en el Ejecutivo ni en el Legislativo, se haya puesto en contacto con ellos para pedirles su opinión. También lamentan que la nueva legislación se haya confeccionado siguiendo criterios estrictamente ideológicos y no científicos.
Lo que denuncian los profesionales es que la Ley Trans prescinda del criterio médico para realizar un cambio de sexo. Una crítica a la autorización de inscripción de cambio de género en el registro similar a la que hizo en este periódico el doctor Celso Arango, expresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría y Salud Mental.
«Lo que llevamos viendo toda la vida como disforia de género, que he visto cuatro o cinco casos en estos 20 años, en estos últimos tres años se han convertido en 400», aseguró. Y habló de una «explosión de pseudocasos de personas que piensan que siendo trans solucionan problemas que se solucionan de otra forma y que, un tiempo después, se dan cuenta de que esa no era la salida, cuando ya el procedimiento es irreversible».
Y es que los datos son inapelables. En los últimos diez años, se ha registrado un enorme incremento de las terapias para la reasignación de sexo. Esto ha llevado a psiquiatras como Céline Masson y Caroline Eliacheff a hablar, incluso, de una «fábrica de niños transgénero».
Porque el activismo trans ha popularizado unas nociones de fluidez de género y de sexo electivo que han normalizado entre los jóvenes la transexualidad como refugio para malestares que pueden deberse a un trastorno psicológico o a una crisis de identidad transitoria. Una disconformidad entre el sexo de nacimiento y el «sentido» que a menudo se soluciona una vez que el joven ha pasado un proceso de adaptación, asesoramiento y aprendizaje.
En cambio, como advierten muchos psicólogos, se ha viralizado una ideología transgénero que capta a cada vez más adolescentes en las redes sociales. Una auténtica moda social que, como estudió la periodista Abigail Shrier, ha llegado a ser una «locura contagiosa».
Porque el cambio de identidad de género en el registro no es lo más preocupante de la Ley Trans. Lo realmente grave es abrir la puerta a la aplicación de procesos de hormonación e intervenciones quirúrgicas a capricho. Igual que para solicitar la eutanasia es un requisito previo una evaluación psicológica, que no implica negar ese derecho, ¿por qué resulta una afrenta exigir un diagnóstico previo de disforia de género para procedimientos médicos irreversibles?
El atropello que supone abolir el binarismo de género es la traducción legislativa de la teoría queer. Una teoría sin base científica que no reconoce el dimorfismo sexual. Y que considera que las características anatómicas y fisiológicas que distinguen a los hombres de las mujeres son una construcción sociocultural.
Pero ninguna filosofía, por seductora que pueda resultar, puede negar la realidad: que el hombre es un ser sexuado y que el sexo tiene unas bases biológicas objetivas.
La Ley Trans permitirá que sea suficiente con querer cambiar de sexo para poder hacerlo. Pretende que la naturaleza humana pueda ser modificada a voluntad. Y, bajo la idea de la «identidad sexual sentida», pretende convertir los deseos en derechos.
Una vivencia subjetiva no puede erigirse en la verdad. Y negar las diferencias anatómicas y genéticas entre los sexos no es algo emancipador. Al contrario, como denuncia el feminismo clásico, resulta lesivo para los derechos de las mujeres y regresivo para la legislación de igualdad.
No se trata de cuestionar ni la disforia de género ni la transición para aquellos que verdaderamente lo necesiten. Se trata de no convertir, como quieren el irracionalismo y el identitarismo posmodernos, anomalías estadísticamente poco significativas en la norma.
Esta Ley podría dejar desamparados a los menores de edad al impedir su asistencia. E, incluso, permitir que el Estado usurpe la patria potestad de los padres. Los poderes públicos deben velar por la protección de los derechos de la infancia, aunque esto suponga contradecir unos deseos que, en su mayoría, son producto de la inmadurez y la confusión.
No es de recibo que, para una edad en la que no está permitido votar o hacerse un tatuaje, sí sea posible decidir unilateralmente un cambio de sexo.
Todas estas consideraciones sólo podrán hacerse si la comunidad transexual, que ha sido protagonista de acciones vergonzosas de acoso y linchamiento tanto en redes sociales como en las calles, permite a los detractores de la Ley Trans expresarse con libertad. La ideologización y la politización impiden un debate sosegado sobre una de las polémicas más tóxicas a las que ha tenido que enfrentarse la joven democracia española.
Pedro Sánchez no puede además mantenerse siempre al margen de los debates que se generan en el seno de su gobierno. Y la Ley Trans exige la intervención de alguien que ponga sensatez allí donde sus autores sólo han puesto prejuicios y confusión interesada.
Porque un Gobierno puede muchas cosas. Pero cambiar la naturaleza humana a voluntad excede con mucho sus competencias y conduce a escenarios tan lúgubres como destructivos.