IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Mal pueden combatir el racismo en los estadios los políticos que han normalizado la violencia verbal contra el adversario

Una cosa es defender a Vinicius y otra utilizarlo como están haciendo los políticos, sobre todo de izquierda, para tratar de animar una campaña que se les ha puesto francamente mal aparejada. Las interpretaciones de algunos candidatos y/o dirigentes sobre el incidente de Mestalla trascienden el oportunismo para entrar de lleno en el arbitrismo de barra de bar, en la charlatanería de barraca, en la bravata populista de «esto lo arreglo yo en dos patadas». Hasta Irene Montero, que no va mucho al fútbol, ha descubierto que en España hay racismo al cabo de cuatro años sentada en el Consejo de Ministros y ha propuesto una ley específica para combatirlo. La ley Vinicius, como aquella ley Beckham del zapaterismo. En su incansable lucha contra las actitudes sociales discriminatorias, Montero y su colega Belarra se han ocupado de los transexuales, de las mascotas, de la perspectiva de género en el cambio climático (sic), de los gordos y gordas y hasta de los consumidores de Mercadona, pero no habían reparado en los negros como minoría sufridora. Cabe esperar que en su nuevo proyecto legislativo afinen un poco mejor la técnica que en el del ‘sí es sí’, su norma estrella, porque de lo contrario pueden acabar rebajando –sin querer, claro: efectos indeseados– las penas ya de por sí escasas de los bárbaros que se han enseñoreado de los estadios. Y para eso casi mejor nos quedamos como estamos, con esos protocolos extraños que Rubiales elabora para que (no) apliquen los árbitros.

A lo que ninguno de estos políticos escandalizados parece dispuesto es a colaborar en la higiene moral colectiva en la medida más simple y rápida en que pueden hacerlo, que es con el ejemplo. Antes de hacer leyes y decretos de previsible sesgo podrían empezar por depurar el debate público de insultos, descalificaciones hiperbólicas y hostigamientos contra todo el que discrepe de sus ideas o de sus métodos. Va a ser muy difícil erradicar a esos tarugos racistas que apenas han superado la etapa antropológica del mono gramático mientras la supuesta élite del país, la que lo gobierna o aspira a gobernarlo, utilice el ultraje, el señalamiento y la exclusión como recursos normalizados. Lo primero que es menester suprimir del lenguaje y del espacio democrático es el designio de demonización del antagonista que subyace en el extremismo de la dialéctica de bandos. La irrupción de partidos como Podemos ha convalidado el acoso y la violencia verbal contra el adversario, y hasta ha banalizado el término «fascista» al convertirlo en un estribillo sistemático, por no hablar de la xenofobia institucional y lingüística generalizada en territorios como Cataluña o el País Vasco. Con qué autoridad van estos supremacistas ideológicos, expertos fabricantes de guetos y cordones sanitarios, a convencer a nadie de que no se puede denigrar por el color de la piel a otro ser humano.