Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno debe aclarar cuanto antes si pretende que la fase de desconfinamiento discurra también bajo la discutible excepcionalidad del estado de alarma. Y la oposición tendrá que empezar a exigir que la etapa de «nueva normalidad» incluya el restablecimiento de las garantías democráticas
El Gobierno cerró la semana con un bulo como los que ha mandado perseguir -ahora se dice «monitorizar»- al general Santiago. Un bulo gordo, lustroso, resplandeciente y bien maquillado, porque de hecho se trataba de hermosear las cifras reales de contagio mediante un burdo birlibirloque, una vulgar manipulación contable de los datos. El enésimo truco para disimular el fracaso y tratar de inyectar algo de optimismo en unos ciudadanos que por una parte ansían el desconfinamiento y por otra temen que se convierta en otro desbarajuste improvisado. El «perfecto compendio de errores» del que hablaba el experto -éste sí lo es- Matesanz en la radio está sembrando en la población una mezcla de angustia, desconcierto y pánico. Y a falta
de éxitos que apuntarse, el Gabinete recurre a los números adulterados y siembra falsas esperanzas a través de ese equipo de portavoces turiferarios a los que ha encomendado el imposible encargo de respaldar con estadísticas su estrategia del engaño.
Después de mes y medio de encierro no hay un solo indicio fiable de la existencia de algo medianamente parecido a un plan de salida a la calle. El anunciado estudio epidemiológico no ha comenzado, y se va a reducir a un muestreo de 62.000 test cuyos resultados llegarán muy tarde: no habrá un mapa aproximado de la infección hasta mediados de junio, tal vez incluso más adelante, y eso contando con que la muestra sea suficiente para establecer un cálculo fidedigno y estratificado con precisión en autonomías, provincias y localidades. En esas condiciones, la desescalada corre serio riesgo de empezar a tientas, por el peligroso método de prueba-error, que es lo más parecido a jugar a la ruleta y puede convertir la presunta solución en un nuevo problema, susceptible además de agravarse con la movilidad social, por atenuada que sea, propia de la temporada veraniega. Comenzar una operación tan delicada sin una geografía precisa de la extensión de la epidemia supone una temeridad ante la que los especialistas se echan las manos a la cabeza: es disparatado tratar de reabrir la hostelería, organizar el turismo y el retorno al trabajo -el que lo conserve- y a la escuela, arrancar la economía y la actividad suspendida, en suma, sin una previsión de contingencia. Peor aún, con un Gabinete agarrotado, sin ideas, dividido por la discrepancia interna y en el que las decisiones dependen en última instancia del capricho o de los intereses clientelares de Pablo Iglesias, erigido en caudillo populista dispuesto a aprovechar la cuarentena para pasar por encima de sus colegas y humillarlos con una arrogante exhibición de fuerza.
Siempre atentos a la creación artificial de marcos mentales, los gurús de La Moncloa han llamado «nueva normalidad» a la próxima fase: un sintagma con el que dan a entender que hasta la irrupción del virus las cosas discurrían por cauces regulares. Otro bulo: nada menos normal que el mandato de Sánchez, que ha hecho de la anomalía política un factor clave, desde la moción de censura pactada con los legatarios de ETA y los golpistas catalanes hasta la coalición con un partido al que dos semanas antes desdeñaba por su carácter radical y sus planteamientos anticonstitucionales. Si la normalidad se mide en parámetros estadísticos, España es el único país europeo que tiene ahora mismo a una formación comunista en el Ejecutivo. Y no de comparsa sino, como se ha visto en las medidas de alivio a la reclusión de los niños, con una influencia decisiva hasta en los aspectos más nimios y un peso específico desproporcionado a su cuota de carteras en el Consejo de Ministros.
Cuando quiera que se abra la próxima etapa, resulta esencial saber si el Gobierno pretende que siga discurriendo bajo la discutible excepcionalidad del estado de alarma, paraguas legal que ha usado de forma abusiva para tomar decisiones arbitrarias. A partir del momento en que la ciudadanía -en el doble sentido de la palabra, el de población y el de sujeto colectivo de identidad soberana- deje de estar obligatoriamente confinada en sus casas, la suspensión de derechos fundamentales impuesta por las circunstancias ha de ser cuidadosamente revisada para evitar que desemboque en una especie de limbo de gobernanza autoritaria. Y dado que el presidente no cuenta con la mayoría necesaria porque sus propios socios de investidura le han dado la espalda, corresponde al PP como principal partido de oposición la responsabilidad de exigir el restablecimiento gradual de las garantías democráticas sin las cuales el sistema se vuelve una burbuja de libertades tuteladas.
La prolongación indefinida del decreto de alarma no puede quedar al albur de un poder ejecutivo desbordado por los acontecimientos e incapaz de aclarar su propio desconcierto. A partir del momento en que comience la «normalización», las formaciones políticas del Parlamento deben reclamar la presentación de un calendario definido y de un plan concreto, con el margen de eventualidad objetiva que corresponda, como condición sine qua non para dar su aval al proceso. Se está acabando el tiempo del asentimiento responsable y aproximando el de la colaboración, la transparencia y el acuerdo. El eslogan oficial de «el virus lo paramos entre todos» tiene que traducirse en hechos y la reactivación del país pasa por restituir al Congreso su papel, ahora enajenado, de órgano representativo de la soberanía del pueblo.
A los españoles se les ha pedido -o impuesto- un sacrificio importante y lo han otorgado. Con disciplina, resignación y no poca impotencia han asistido a una devastadora cadena de negligencias y fallos que ha añadido al ataque letal del coronavirus una pavorosa sensación de caos. Y ni una tarde han faltado al aplauso de ánimo a los sanitarios y demás servidores públicos y privados. Pero va llegando la hora de darles algo a cambio, y no es la libertad, porque ésta no es un regalo, sino una gestión decente y un proyecto claro para reconstruir un panorama social devastado. La salud pública, y por supuesto la estabilidad económica, van a continuar amenazadas durante un período probablemente largo y lo mínimo que cabe pedir para atravesarlo es una dirección competente, un liderazgo que no esconda sus carencias bajo el turbio velo del mando autoritario. La «nueva normalidad» no se puede convertir en un cheque en blanco -y sin firma- para experimentar sin controles ni contrapesos una refundación del Estado.