IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Existe un frente común separatista para extender al terrorismo vasco el espíritu, si no la letra, de la ley de amnistía

La ley de impunidad, llamada de amnistía, es la piedra angular de este mandato, la pieza clave que ha permitido la investidura de Sánchez y sin la cual su presidencia se volverá inviable. Pero el proyecto que conocemos está todavía abierto a enmiendas durante su trámite. Conviene recordar al respecto que aunque el texto ha sido redactado a pachas entre Waterloo y Moncloa –quizá con la asesoría de ciertas autoridades constitucionales–, la alianza que sostiene al Ejecutivo consta de más integrantes que aún no se han pronunciado y esperan el momento de reclamar su parte. Y dada la inestable correlación de fuerzas no resulta descabellado conjeturar sobre un probable intento de extender el borrado penal más allá del perímetro de los sediciosos catalanes.

Ése es el sentido inequívoco del apoyo que Puigdemont, su partido, el Bloque gallego y Esquerra Republicana han prestado a la manifestación del sábado en Bilbao, donde miles de personas reclamaron la pronta liberación de los presos terroristas vascos. Una lista con nombres y apellidos de 142 sicarios entre los que se encuentran autores directos e indirectos de más de sesenta asesinatos, cuya excarcelación constituye el objetivo declarado con el que Otegi justifica sus pactos ante el sector más beligerante de sus correligionarios. La nómina de dirigentes tras la pancarta de la marcha componía un verdadero frente común, una liga contra el Estado reforzada por la coalición de facto que Bildu y ERC mantienen en el ámbito parlamentario.

Únase la línea de puntos: una amnistía en proceso, un Ejecutivo débil, unas minorías en condiciones de colegislar y un Tribunal Constitucional abierto a interpretaciones constructivistas del Derecho. Añádase el permanente zascandileo de Zapatero, que la semana pasada terció con Junts para el acuerdo de los decretos y que ha intervenido o asesorado en la elección del verificador extranjero. Y súmense por último el silencio sobre las contrapartidas de los herederos de ETA por su respaldo al Gobierno y la proclividad de éste a desdecirse de sus propios pronunciamientos. Si de ese dibujo no sale la posibilidad de una Ley de Punto Final o algo similar es porque aún debe de quedar algún fleco lo bastante suelto para que ni siquiera Sánchez pueda coserlo.

Por ahora se trata de un planteamiento especulativo. Pero existen realidades objetivas en forma de indicios, y la principal de ellas es la creciente unidad de acción de los separatismos ante la oportunidad de aprovechar la elasticidad de un momento político que difícilmente les será más propicio. La idea de que la impunidad pueda cubrir a los asesinos etarras se antoja difícil incluso en este contexto tan resbaladizo, pero más allá de la letra de las leyes queda la exégesis de su espíritu. Y nadie sabe hasta dónde se puede extender el manido manto retórico de la «pacificación definitiva de conflictos».