Ignacio Camacho-ABC
- La Semana Santa de siempre vuelve con su relato espiritual intacto como un anclaje de esperanza frente al desamparo
Durante dos años has vivido una Semana Santa anclada en la idealización de tu memoria. La pandemia te obligó a bucear en el sustrato moral, íntimo, de una fiesta rota por la brutal irrupción de una plaga aterradora que sólo te dejaba el recurso a la convicción religiosa o al recorrido introspectivo de tus emociones recónditas. Te tuviste que conformar con evocar en silencio la reconstrucción de la experiencia y descubriste que entre los pliegues de la tragedia habitaba la abstracción de una plenitud victoriosa sobre el desengaño de la pérdida. Ese itinerario de orfandades rescató del fondo de tu médula un paisaje de recuerdos atravesado de ausencias y te arrastró a un viaje inesperado en pos de tus propias huellas, de los vestigios de esplendor y de pureza que tantas primaveras dejaron impresos en tu conciencia. Por eso sabes con certeza que ese relato sigue ahí, intacto en su dimensión estética y en su sentido ético de redención, de sacrificio y de entrega, a la espera de volverse a contar a sí mismo cuando hoy se descorra el primer cerrojo de la primera puerta y el primer nazareno vuelva a salir de la primera iglesia.
Siempre ha estado. Inmune al tiempo, a la calamidad, al sufrimiento, al luto acumulado en veinticuatro meses dramáticos. Reforzado como referencia trascendente ante la revelada fragilidad de nuestra condición de seres en tránsito. Estable como refugio espiritual frente al fracaso, el miedo, la soledad o el desamparo. Firme como punto de amarre de los vínculos comunitarios en una sociedad de perfiles desarticulados. Abierto a creyentes y laicos como depositario de un acervo común de historia, de cultura, de devociones, de piedad popular, de rasgos identitarios vertebrados en una liturgia sacra de majestuoso refinamiento plástico. Listo para desplegarse de nuevo en toda su intensidad en cuanto un capataz de cualquier ciudad o pueblo de España dé la voz de mando y suene el golpe de llamador que no sólo levanta un trono o un paso sino que convoca a una cita perenne con la mejor herencia de nuestro pasado.
Aunque no salgas de penitente, ni de costalero, ni siquiera de músico en una banda, te sentirás tú también emplazado por esa llamada cuyo eco pondrá tus pies en marcha a través de un mapa de calles recobradas, esa vieja carta de navegación sentimental escondida en un rincón secreto de tu alma. Es el eterno retorno simbólico a la infancia, al misterio memorial capaz de conectarte desde las entrañas con las raíces remotas de una etapa que has aprendido a identificar como tu verdadera patria. Y más allá de la punzada de dolor, de nostalgia o de vacío que acaso sientas bajo la persiana echada de un balcón o ante la puerta cerrada de alguna casa, reconocerás el mensaje esencial incrustado en la estructura profunda de la Semana Santa: que tal vez sea posible vivir sin fe pero no hay modo de hacerlo sin esperanza.