Ignacio Camacho-ABC
La Navidad restaura el paisaje moral del afecto y nos lo devuelve como una esperanza contra el fracaso y el desconsuelo
Aquí la tienes ya. Otro año. La Navidad de siempre, la fiesta de la pureza, del humanismo, de la paz, de la familia. Date una tregua, concédete a ti mismo un armisticio entre los conflictos de la vida. Busca en el interior de tu alma la llave secreta de esa liturgia íntima que aprendiste de niño y aún te provoca un dulce pellizco de melancolía. No la encontrarás en el esplendor de los escaparates, ni en el sonsonete de la lotería, ni en el bullicio de las calles iluminadas, ni en los regalos, ni en el derroche consumista. Está dentro de ti, en algún rincón de la conciencia donde una vez dejaste una luz encendida. Está en la promesa de esperanza que alienta en el fondo de tu ser desde antes de que perdieses la inocencia. Está en el relato de amor y de entrega que encierra un mensaje de formidable energía ética. Está en tu identidad, en tu cultura, en tu fe si la conservas; en la simbología de esa noble leyenda que evoca la memoria común de un sentimiento de pertenencia. Ésa es la llave que abre cada diciembre el baúl de tus certezas y te transporta al origen de tus emociones más auténticas.
Lo demás es sólo un hermosísimo atrezo. El árbol, los villancicos, los christmas, los conciertos, el trineo de Papa Noel, la nieve simulada, el nacimiento. Ése es el envoltorio de belleza y de refinamiento en que la tradición ha depurado a través del tiempo el rito que conmemora esta ceremonia de renovación espiritual, de reencuentro con la profundidad esencial del misterio. Porque de eso se trata, de volver a creer en la potencia transformadora del afecto. De rescatar la necesidad de ser, en el buen y machadiano sentido de la palabra, buenos: de excavar el sustrato de dignidad y de justicia que dejamos atrás cuando empezamos a entender que el mundo, en realidad, no estaba bien hecho. De reconstruir el paisaje moral de generosidad, de desprendimiento, de ternura y de esfuerzo que nos rodeaba en el hogar paterno; de escuchar ese crujido de ausencia que la madurez nos devuelve como un eco.
Esa llave oculta de la Navidad es la que abre la puerta por donde escapar del fracaso. La que te salva del naufragio de la soledad, del desamparo, de la angustia, del quebranto. La que rescata el patrimonio de valores que los siglos han conservado intacto para que puedas heredarlo cuando te sientas perdido, derrotado, a punto de naufragio. La que te lleva a un viaje hasta lo mejor de ti, al corazón de tus recuerdos mecidos por una lejana música de campanilleros y alumbrados por el brillo de las velas de Adviento. Úsala sin miedo. Hazla girar en la cerradura de tus creencias, de tus sueños, de tus ideales, de tus deseos, y desaparecerán siquiera por una noche la zozobra, la desazón, el abatimiento. Eso es lo que representa el belén, el refugio sagrado donde la esperanza y la dignidad vencen al desconsuelo para redimir incluso a los que no lo merecemos.