MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Hay que rehuir complacencias hacia movimientos reticentes con la democracia

Los últimos días de octubre de 1922, ahora hace un siglo, supusieron una inflexión histórica. El fascismo tomó el poder en Italia: era la primera vez que un movimiento de este tipo llegaba al Gobierno. Abrió un dramático ciclo histórico que llegó hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, 23 años después, y dejó secuelas posteriores.

Mussolini había convocado la marcha sobre Roma para el 28 de octubre. Movilizó a los camisas negras. En realidad, la marcha no tendría lugar. Las fuerzas fascistas tomaron posiciones frente a la ciudad, pero no llegaron a entrar. En la tarde del 29 el rey Víctor Manuel III llamó a Mussolini para nombrarlo primer ministro. Este formó Gobierno el 30 de octubre y arrancó así una época negra de la historia de Europa. Sorprendentemente, en 1922 la mayor parte de la opinión pública no llegó a apreciar las siniestras implicaciones del ascenso del fascismo, que terminaría con la democracia y crearía un régimen totalitario, excluyente, represor y violento.

La aparición del fascismo italiano -lo mismo que después la del nazismo en Alemania- fue una consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Italia había estado en el bando de los vencedores, pero no se sintió recompensada por la paz, al tiempo que estallaba una gran crisis social. En la estela de la Revolución rusa (1917), grupos comunistas reclamaban cambios sociales. Las clases medias y altas, temerosas de la amenaza revolucionaria, abogaban por una política de orden. El régimen liberal, de bases endebles, no lograba asentar la democracia.

Mussolini, que en 1912 había sido expulsado del Partido Socialista por su deriva nacionalista, organizó en 1919 el partido fascista con la propuesta de un régimen autoritario. Los fascios eran grupos de excombatientes. La capacidad oratoria de Mussolini confirmó su liderazgo. Su discurso era repetitivo e histriónico y con frecuencia falseaba los hechos, pero la agresividad y los gestos rotundos asentaban una política que resultaba nueva. Buscaba el poder dictatorial a partir de la movilización de masas, algo sin precedentes nítidos. Las escuadras fascistas difundieron el terror en su lucha contra la izquierda, recurriendo a la agresión y al asesinato. Primero el norte, después el resto de Italia: a fines del 21 los fascistas se hicieron con el control de gran parte del país. Enarbolaban el nacionalismo radical y el anticomunismo, mientras las clases medias comenzaban a confiar en el fascismo como solución al problema social.

Aun así, su fuerza electoral era exigua: en 1921 habían obtenido alrededor del 5%, 35 diputados (entre más de 500). «Harán mucho ruido, pero detrás no dejarán nada salvo humo», creía Giolotti, el primer ministro. Muchos no tomaron en serio al fascismo, al que veían como un movimiento marginal, conducido por un dirigente ridículo, dado a poses teatrales.

El verano de 1922 fue crucial. Los sindicatos convocaron una huelga general y los fascistas contribuyeron decisivamente a su fracaso, haciéndose con un lugar político clave. Mussolini ordenó en octubre incrementar la presión violenta en todo el país, lo que sucedió con la permisividad policial y militar. En un mitin el 24 de octubre advertía: «O nos transfieren el Gobierno o lo tomamos atacando Roma, ahora es cuestión de días, quizás de horas».

Convocada la marcha sobre Roma, el rey se negó a que el Gobierno declarase la ley marcial e interviniese el Ejército. Llevó a Mussolini al Ejecutivo. Quiso evitar un enfrentamiento, pero su decisión de recurrir al fascismo llevaría al final de la monarquía, pues tras la guerra un referéndum decidió proclamar la república. Muchos conservadores despreciaban a los fascistas, a los que veían como aventureros de poca monta, pero confiaron en ellos para combatir al comunismo, que consideraban la principal amenaza. El resultado fue fatal. Tras ganar las siguientes elecciones, manipuladas desde el poder, en 1926 el régimen se convirtió en una dictadura, que prohibió todos los partidos salvo el fascista. El fascismo tuvo imitadores: Primo de Rivera, Hitler y Franco, entre un largo etcétera.

De los acontecimientos de hace un siglo sorprende la normalidad con la que las fuerzas liberales y democráticas asistieron al ascenso del fascismo. Internacionalmente no se apreció el peligro que traía. Francia tuvo cuando menos un papel ambiguo. En Gran Bretaña la destrucción del sistema liberal provocó alguna reacción, pero a favor del fascismo: el mismo Churchill se confesó admirador del dictador italiano. En EE UU tuvo detractores, pero fueron más los que expresaron su admiración por el estilo autoritario y personalista del líder antibolchevique.

Por eso los acontecimientos de hace cien años invitan a rehuir complacencias respecto a movimientos reticentes con la democracia.