Ignacio Camacho-ABC
- El mayor éxito de Biden sería el de abrir una etapa de sosiego. La democracia es un sistema alérgico a los aventureros
Las grandes expectativas en política suelen acabar decepcionadas. Pocas mayores ha habido en el siglo XXI que la de Obama y, aunque aún le cueste asumirlo a la izquierda norteamericana, su prometedora irrupción desembocó en un final mediocre, en una rutina de compromisos incumplidos y gestión lánguida. Trump fue, en el fondo, el legado real de esa etapa de elegante ineficacia cuyos perdedores se tomaron la revancha eligiendo a un populista de maneras expeditivas y retórica zafia, una especie de Jesús Gil a gran escala en el que ciertas capas de población marginada creyeron encontrar un camino de esperanza. Y a su vez, la herencia trumpiana consiste un país dividido en dos facciones de irreconciliable hostilidad sectaria, unas instituciones medio descoyuntadas y un bochornoso colofón de degradación democrática. El desengaño que siempre provocan los traficantes de recetas mágicas.
La gran incógnita del mandato que hoy empieza es la de si Biden es el hombre apropiado para recomponer todo eso. Los destrozos de la convivencia no se solucionan en poco tiempo y está por ver que el radicalizado Partido Demócrata, convertido de hecho en una coalición de clanes ideológicos y grupos étnicos, tenga verdadera voluntad de proponer consensos. En todo caso será un trabajo complejo porque el resultado electoral muestra una nación rota en dos mitades que se profesan recíproco desafecto. El nuevo presidente no parece, por edad, por salud y por talante, un tipo apto para grandes esfuerzos y mucha gente duda de que, una vez cumplido su sueño, aguante siquiera los cuatro años enteros. Su mayor éxito podría ser el de abrir un período sereno de mediocre normalidad y relativo sosiego. El populismo ha inoculado en la sociedad una necesidad ficticia de revulsivos enérgicos pero a menudo la democracia, que es un régimen alérgico a los liderazgos aventureros, funciona mejor sin convulsiones ni zarandeos.
Todo va a depender de que las élites demócratas retomen su antiguo espíritu liberal o sigan apegadas a la wokepolítica, a la obsesión identitaria de ciertas minorías que han usado sus aspiraciones de igualdad legítima como herramienta para establecer una hegemonía del capricho victimista. La creación de nuevos privilegios sobre la idea de la diversidad fue lo que favoreció el triunfo de Trump entre clases medias que se sentían despreciadas por su forma convencional de vida. Biden fue nominado y elegido por ser el candidato más moderado entre una colección de furiosos activistas, y tendrá que decidir si quiere ser el rehén de ese fundamentalismo posmoderno o construir una presidencia de soberanía inclusiva. Quizá no sobren motivos para ser optimistas, pero importa mucho a todos que lo consiga; frente al virus de la demagogia y las obsesiones por los nuevos paradigmas hace falta que el Capitolio vuelva a ser el símbolo de la luz cívica en lo alto de la colina.