IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El PAÍS

  • Los magistrados del Supremo se resisten a aceptar que se haya producido una reforma legal que impide el abuso del derecho penal a fin de resolver un conflicto político, el de Cataluña, de naturaleza pacífica

Una democracia se resiente cuando sus instituciones se extralimitan. Si una institución se desvía de los fines para los que fue creada, el orden constitucional cruje. Últimamente, el sistema judicial ha provocado crujidos alarmantes en el sistema democrático.

Primero fue una decisión escandalosa del Tribunal Constitucional (TC), suspendiendo en diciembre del año pasado un pleno del Senado para evitar la votación de una reforma que afectaba a la propia renovación del TC, bloqueada interesadamente por su sector conservador. No se trataba de una cuestión de fondo, que afectara a los fundamentos de nuestra democracia, sino de algo bastante más prosaico: los magistrados conservadores intentaron impedir hasta el último segundo que se consumara la renovación del tribunal según los plazos que marca nuestro sistema legal, llegando a pasar por encima de los poderes constitucionales del legislativo.

En las últimas semanas hemos visto al Tribunal Supremo desbordar su función jurisdiccional y deslizarse, nada sutilmente, hacia el tertulianismo político, criticando los cambios en el Código Penal que, en el ejercicio de sus competencias y con total legitimidad democrática, ha realizado el legislativo. Dichos cambios se pueden criticar con todo derecho y de la manera más acerba posible, pero no por jueces o tribunales, que tienen que limitarse a aplicar la ley. Es mala educación democrática utilizar un poder del Estado, en este caso el judicial, para fines impropios.

En un auto fechado el 12 de enero de 2023, Pablo Llarena dio rienda suelta a sus demonios políticos. El auto está escrito de forma menos farragosa y confusa que algunos de los textos que le dieron fama en los primeros momentos de la crisis catalana de 2017, lo cual es muy de agradecer, aunque siguen quedando perlas del Llarena más auténtico. Aquí va una: “La aislada aplicación del precepto en la práctica forense, permite extraer que únicamente una revisión completa de los hechos enjuiciados en este proceso y una marcada discrepancia con la respuesta judicial emitida, posibilita afirmar que exista la relación causa-efecto que el legislador subraya, esto es, que la aplicación del tipo penal pueda disuadir del legítimo ejercicio de los derechos democráticos de la ciudadanía” (p. 53).

Al llegar a los fundamentos jurídicos del auto, nos encontramos con un extenso comentario político sobre la eliminación de la sedición aprobada por las Cortes (páginas 51 a 61). Llarena argumenta que la razones que se ofrecen en la exposición de motivos de la ley son inaceptables. En sus propias palabras, “la justificación plasmada en la exposición de motivos no guarda correspondencia con los presupuestos que esgrime”. En concreto, considera que (i) es un error intentar remplazar el antiguo delito de sedición con el de desórdenes públicos, pues en estos últimos no se entra a valorar si se socavan o no los valores constitucionales; (ii) no es cierto que el delito de sedición estuviera regulado en España de forma muy diferente a como lo está en otros países europeos; y (iii) resulta falaz recurrir al principio de proporcionalidad de las penas como justificación de la reforma porque, en lugar de rebajarlas, lo que se hace es suprimir el delito. Llarena podrá tener o no razón, esa no es la cuestión ahora: la cuestión es que un magistrado no puede plasmar sus opiniones políticas, insisto, políticas, sobre la conveniencia o el acierto de una reforma legal, en un auto judicial. Por mucho que a Llarena le irrite la supresión del delito de sedición, no tiene más remedio que aguantarse o saltar a la política y luchar a favor de la restauración de dicho delito.

Con algo más de elegancia, el pleno de la sala segunda del Tribunal Supremo, en un auto del pasado 13 de febrero, cuyo ponente ha sido Manuel Marchena, insiste en lo mismo. Así, en la página 14 entra en comentarios políticos sobre las consecuencias de la reforma del Código Penal. Atención a este: “El efecto inmediato de la reforma operada por la LO 14/2022, por tanto, ha consistido en generar un vacío normativo en el que hechos como los que fueron enjuiciados en la sentencia que ahora se revisa pueden topar con visibles grietas de tipicidad”. “Topar con visibles grietas de tipicidad”, ahí es nada.

Vayamos en este caso al fondo del asunto, el vacío normativo del que habla el Supremo. ¿De verdad que el Estado queda indefenso ante un intento pacífico de secesión por el hecho de que se haya reformado el Código Penal? Basta recordar sumariamente lo sucedido para reparar en que lo que frenó la intentona independentista no fueron las “hazañas bélicas” de la Fiscalía y el Tribunal Supremo, sino, en primer lugar, el Tribunal Constitucional, que anuló las leyes flagrantemente inconstitucionales aprobadas por el Parlamento catalán los días 6 y 7 de septiembre (de referéndum y de transitoriedad), y después, el Ejecutivo y el Legislativo españoles, que procedieron a activar el artículo 155 de la Constitución, suspendiendo la autonomía de Cataluña ante la incuestionable desobediencia de las autoridades catalanas. Dos iniciativas que se realizaron en el plano político, no en el penal.

La crisis catalana fue una crisis constitucional, no una insurrección popular ni un golpe de Estado. No hubo violencia ni amenaza de la misma por parte de las autoridades catalanas, por muchas cabriolas conceptuales que quieran dar nuestros doctos juristas. Ni hubo tampoco uso de la fuerza por las “masas”, o al menos no hubo más fuerza o violencia que en otras muchas manifestaciones y protestas que se han realizado en España a lo largo de 45 años de democracia. Porque la crisis fue constitucional, se resolvió en el plano político-constitucional, mediante la anulación de lo aprobado por los poderes catalanes (Gobierno y Parlamento) y la suspensión consiguiente de la autonomía. Eso fue lo que preservó la unidad territorial de España, no las detenciones, ni la prisión preventiva, ni las acusaciones grotescas de rebelión, ni las penas tremendas que vinieron años después. Para entonces la crisis constitucional ya estaba superada. El Tribunal Supremo ha sido muy eficaz dando escarmiento a los independentistas, pero no ha sido el garante de la unidad de España o del mantenimiento del orden constitucional.

No cuestiono en absoluto que pueda haber derivadas penales ante una crisis como la que se vivió en 2017. Con todo, creo que el Tribunal Supremo se ha equivocado gravemente suponiendo que una crisis constitucional como la vivida entonces deba resolverse penalmente. De hecho, el Supremo ha tenido que hacer una interpretación muy creativa del delito de sedición para poder condenar a los líderes independentistas, puesto que su conducta no encajaba ni en la rebelión ni en la sedición. Esa obsesión con la solución penal del problema es lo que late detrás de la protesta nada velada sobre las “grietas de tipicidad”.

Los magistrados del Supremo se resisten a aceptar que, a raíz de un cambio en las mayorías políticas del país, se haya producido un indulto parcial de los condenados y una reforma legal para impedir que se vuelva a abusar del derecho penal a fin de resolver un conflicto político de naturaleza pacífica. Las reacciones de los magistrados del Supremo revelan mala educación democrática no sólo sobre los límites de las instituciones, sino también sobre lo que significa en una democracia representativa una crisis constitucional.