ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • La inconsistencia ideológica de formaciones como Ciudadanos explica que, tras el primer revés, carezcan de músculo para resistir la llegada de tiempos mejores

Se debate Ciudadanos en una pugna interna patética e innecesaria. Lamentable epílogo para un partido que dio esperanzas a muchos catalanes y que, en su salto al escenario español en el peor momento de las fuerzas tradicionales, alcanzó sin hacer nada la condición de más simpático y votable. Después, entre abril y noviembre de 2019 tanta expectativa se esfumó y, desde entonces, se arrastra de derrota en derrota hasta el instante previsible y cercano en que no le queden ni votos, ni épica, ni sentido.

Ciudadanos es la cuarta formación que desde la Transición trató de convertirse en el tercer partido español. Todo comenzó en 1982 con aquel Centro Democrático y Social (CDS) del expresidente Adolfo Suárez que, tras dejar atrás la dictadura, se convirtió en abanderado de una democracia radical, demasiado alejada y exigente para las biografías de sus seguidores. Al final, el proyecto recurrente de superar la división izquierda/derecha sintetizándolo todo acabó derivando hacia esta segunda cuando los de Fraga recuperaron el resuello (al precio de su retiro). Achacaron el fracaso al boicot de los poderes económicos, pero la siguiente experiencia, la llamada ‘operación Roca’, en esos mismos años, si algo tuvo fue dinero. Aquel Partido Democrático Liberal de Antonio Garrigues Walker y Florentino Pérez -sí, Florentino, el del Real Madrid y ACS- presentaba candidatos de postín, como el pujolista Miquel Roca y el expresidente del Consejo General del Poder Judicial Carlos Sáinz de Robles (y Pedro J. Ramírez corriendo la banda). El elector tomó su candidatura por la del centro elitista -la del CDS sería la popular- y no sacaron ni un escaño.

Después, comenzado este siglo y al calor de las crisis vasca y catalana, surgieron Unión Progreso y Democracia (UPyD) desde el País Vasco y Ciudadanos desde Cataluña. Iniciativas de intelectuales de izquierdas, acabaron en el campo de las derechas. El primero, el de Rosa Díez, concitó simpatías, pero sin alcanzar las dimensiones de un tercer partido. Sí lo hizo Ciudadanos al saltar al espacio español: era la tercera ocasión en que esto ocurría, tras la aventura de Francesc Cambó desde 1916 -acabó de ministro del conservador Maura, casualidad- y la citada de Roca. Su victoria en las autonómicas catalanas en diciembre de 2017 y su resultado en las generales de abril de 2019, a 200.000 votos del PP, le convirtieron en esa tercera fuerza.

Pero el éxito le puso inmediatamente ante su razón de ser en momentos de profunda crisis del sistema tradicional de partidos. ¿Convertirse en fiel de la balanza apoyando gobiernos a izquierda y a derecha, y condicionando sus políticas? ¿Sustituir como partido principal a un decadente PP? (curiosamente, no intentó ningún sorpaso sobre el PSOE). Desde la Unión Liberal de O’Donnell, en el ecuador del siglo XIX, los terceros partidos se ven como los que pueden sintetizar a los de un lado y otro, hasta convertirse casi en el único o, al menos, el fundamental. En el caso de Ciudadanos, puso vista a la derecha mientras se acercaba a la izquierda -trataba de superar al PP coqueteando con el apoyo a un Gobierno del PSOE- y semejante acertijo no se entendió: acabó 2019 con un tercio de los votos y convertido en un partido pequeño. A partir de ahí, todo fue cuesta abajo.

¿Hay un mal fario para el tercer partido español? Hay explicaciones. Primero, su común liberalismo es menos una convicción precisa que un espacio instrumental de encuentro de izquierdas y derechas moderadas. Su solvencia ideológica es escasa, en correspondencia con la casi nula presencia de un liberalismo político español desde la Transición y con su complicada ubicación: hoy se le asocia con un liberalismo económico extremo (ultraliberalismo) y con un neoconservadurismo de costumbres (el modelo Aguirre-Ayuso). Segundo: esa inconsistencia ideológica explica que a la primera derrota no haya músculo para resistir mejores tiempos sobre la base de una convicción sólida y tenaz, de modo que sus jefes dimiten (de Suárez a Albert Rivera, pasando por Rosa Díez) y sus adeptos y votantes vuelan. Tercero: su intento de síntesis de izquierda y derecha siempre acaba en los territorios de esta segunda, a veces por origen ideológico real (CDS) y otras por reconversión a base de decepciones con sus referentes políticos iniciales (UPyD y Ciudadanos).

El resultado es que la posición de tercer partido, complementario de mayorías minoritarias necesitadas de otros para formar gobierno, la ocupan formaciones no nacionales e incluso antiespañolas, de manera que las políticas de Estado no entran en sus planes y eso afecta a toda la política que se hace en el país. ¿Son culpables entonces esos ‘centristas’ de la polarización política actual? ¿O su fracaso se explica también por la presión y achique del campo por parte de los partidos tradicionales? Puede que las dos cosas sean ciertas a un tiempo.