Agustín Ruiz Robledo  Joan Oliver Araujo-El Español

  • Por desgracia, en la España de la década de 1930 había muchos republicanos, pero muy pocos demócratas. Si los hubiera habido, quizá la Constitución de 1931 habría dado frutos más sustanciosos.

Los dos textos constitucionales españoles históricos que han merecido la atención detallada de los juristas de los últimos 40 años han sido, con diferencia, las Constituciones de 1812 y de 1931. El motivo principal de ese interés de centenares de especialistas españoles y extranjeros es el mismo en ambos textos: los dos intentaron, cada uno a su manera, romper con el pasado y fundar un nuevo Estado español sobre bases democráticas.

Las dos Constituciones fueron expulsadas del ordenamiento, dejándolas (como diría Fernando VII) “nulas y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubieran pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo”.

Pero este fracaso no fue más que un fracaso momentáneo, pasajero. Porque a largo plazo, las ideas centrales de ambos textos terminaron por imponerse. El siglo XIX terminó siendo un siglo liberal y la Constitución de 1978 ha construido la democracia que no pudo construir la Constitución de 1931.

Por eso tenemos hoy como elementos esenciales del Estado español los grandes avances de aquel texto: el valor normativo de la Constitución, el vigoroso reconocimiento de los derechos fundamentales, la igualdad de hombres y mujeres, y la autonomía política de las regiones.

«Hija de su tiempo, no faltaron en el texto de la Constitución de 1931 artículos dogmáticos y sectarios que hicieron que algunos grupos políticos y sociales no sintieran que se trataba de un texto integrador de todos los españoles»

Por fortuna, los redactores de la actual lex legum no cayeron en los errores de los hombres y mujeres (pocas, aunque algunas tan decisivas como Clara Campoamor) de entonces y supieron forjar el “asenso común” (consenso) que en su momento echó en falta Manuel Azaña.

Hija de su tiempo, no faltaron en el texto de la Constitución de 1931 artículos dogmáticos y sectarios que hicieron que algunos grupos políticos y sociales (especialmente muchos católicos) no sintieran que se trataba de un texto integrador de todos los españoles.

Pero considerándola globalmente, con sus aciertos y errores, es fácil identificarse con Miguel de UnamunoJosé Ortega y GassetSalvador de Madariaga o el propio Niceto Alcalá-Zamora que, muy críticos con ciertos artículos, cuando el 9 de diciembre de 1931 tuvieron que dar su opinión sobre el texto en su conjunto, votaron “sí”.

Sin duda, la Constitución era un texto válido sobre el que fundar una auténtica democracia parlamentaria. Algunos de sus aspectos más polémicos podrían haberse reformado, como ya desde el mismo día de su aprobación recordó el ecuánime Julián Besteiro, presidente de las Cortes Constituyentes.

Y esto nos lleva directamente al problema central de los errores de la Constitución de 1931. Más que en su texto escrito, la mayoría de los cuales hubiera podido subsanarse con una prudente epiqueya, los errores estuvieron en el uso retorcido que se les dio a algunos artículos por los políticos de la época, muy lejos de la lealtad institucional que exige cualquier ordenamiento democrático.

«La mayoría de los políticos españoles veían las reglas constitucionales como un medio para alcanzar sus fines partidistas, de tal forma que en cuanto no les eran útiles no les importaba sacrificarlas en el altar de su propia ideología»

La Constitución de 1931 hubiera servido para asentar la democracia a poco que los políticos la hubieran aplicado como lo que son todas las Constituciones democráticas, marcos normativos dentro de los cuales cada partido desarrolla su política. Sin embargo, en la década de 1930, cuando el fascismo en sus diversas variantes conquistaba el poder en una parte importante de Europa y el comunismo totalitario seducía a muchos izquierdistas, la mayoría de los políticos españoles veían las reglas constitucionales como un medio para alcanzar sus fines partidistas, de tal forma que en cuanto no les eran útiles no les importaba sacrificarlas en el altar de su propia ideología.

Por decirlo de forma gráfica. Las izquierdas revolucionarias querían sustituir la bandera tricolor republicana por la bandera roja, y las derechas mayoritariamente guardaban la bandera bicolor tradicional en sus armarios y en sus corazones.

O de forma trágica. Manuel Carrasco Formiguera, uno de los pocos constituyentes que buscó el consenso, tuvo que huir de Barcelona en 1936 porque al ser católico notorio su vida estaba en riesgo, pero cayó en manos de los franquistas que lo fusilaron por catalanista.

Con la mentalidad de muchos actores políticos y la debilidad de la tercera España, el futuro de la República, aunque su Constitución hubiera sido perfecta (que, evidentemente, no lo era), hubiera estado seriamente comprometido.

Lamentablemente, en la década de 1930 había en España muchos republicanos, pero pocos demócratas.

*** Joan Oliver Araujo y Agustín Ruiz Robledo son catedráticos de Derecho Constitucional de las universidades de las islas Baleares y de Granada, respectivamente. Son también directores del libro Comentarios a la Constitución Española de 1931 en su 90 aniversario.