Rubén Amón-El Confidencial
El caso de ‘Lo que el viento se llevó’ refleja la censura que ejerce la sociedad civil, restringiendo la libertad y convirtiendo a los ciudadanos en niños
Una de los fenómenos más fascinantes de las sociedades occidentales consiste en la figura del censor privado. O del inquisidor de paisano que restringe las libertades ajenas a iniciativa propia. No hace falta que los gobiernos diseñen un plan de propaganda y de control de las ideas, aunque a veces lo hagan. Desempeña ese mismo papel la sociedad civil.
Y proliferan, ya digo, los censores con capacidad de influencia y de decisión. El caso más reciente es el del patrón de la HBO, que ha descatalogado ‘Lo que el viento se llevó’ porque la considera un ejemplo de apología del racismo. Me pregunto por qué no ha retirado ‘The Wire‘. La mejor serie de su catálogo. Y la que más enfatiza la marginalidad de los negros en Baltimore, identificándolos como padrinos de la droga y el crimen organizado.
Al ciudadano se le infantiliza. Se le despoja de la capacidad crítica. Se le somete a una dieta de asepsia y mascarilla mental
Es inquietante el sacrificio totémico de ‘Lo que el viento se llevó’ porque es uno de los muchos casos que están describiendo el instinto protector de los grandes productores culturales. Se sienten en la obligación de moralizar y disculparse. Disculparse, claro, por fechorías ajenas y extemporáneas. Nada hay más fácil que pedir perdón por los errores que cometieron otros hace décadas o siglos. Es lo que hace el Papa cuando se disculpa por la sanguinolencia de las remotas cruzadas.
Más las sociedades se globalizan, más desarrollan un modelo de corrección que degenera en oscurantismo. La pacatería y el puritanismo se han convertido incluso en rasgos inequívocos de la progresía. Y no tanto de los gobernantes como de los intelectuales y productores, que se sienten obligados entre sí a consolidar un canon paternalista.
Al ciudadano se le infantiliza. Se le despoja de la capacidad crítica. Se le somete a una dieta de asepsia y mascarilla mental, no vaya a pensar por sí mismo ni a discriminar a título particular el límite de la realidad y de la ficción, la frontera entre la obra de arte y la responsabilidad histórica.
El inquisidor posmoderno no viste con sayo ni exhibe medallas. Desarrolla su oficio no solo confortado en el ejercicio del bien, sino convencido de que la censura del voluntariado le conviene a la sociedad en su camino de perfección.
La paradoja del fenómeno consiste en que se termina sustituyendo un fundamentalismo por otro. Se pretende combatir el racismo sacrificando la libertad de expresión. Y convirtiendo la cultura en un instrumento pedagógico y editorial cuyo propósito catártico —el fuego— requiere quemar libros y películas a 451 grados Farenheit.