EN EL SIGLO XXI, la «memoria histórica» ha llegado a ser una frase familiar, y más en España que en otros países occidentales. ¿Qué se entiende por este término? Para sus proponentes, se refiere a la supuesta «memoria» de varios hechos y circunstancias ocurridos en un pasado relativamente reciente, y en España se emplea como una frase que se aplica no a la historia en general, sino mucho más específicamente a ciertos hechos de la represión contra las izquierdas durante la Guerra Civil y/o la dictadura de Franco. Normalmente, no se aplica a la represión de las derechas por las izquierdas durante la Segunda República y la Guerra Civil. Por ello, las izquierdas son las que solamente tienen «memoria histórica».
Todo esto forma parte del complejo de opiniones que componen lo que se llama corrección política o pensamiento único, que ha llegado a ser la religión secular de Occidente desde los últimos años del siglo XX. Su actitud hacia el pasado o hacia la historia, es categóricamente negativa en casi todos los países occidentales. Según esta ideología, la historia se ha venido distinguiendo por el dominio de las derechas, basándose, principalmente, en un conjunto de crímenes de la sociedad tradicional, que no era nada izquierdista, y de las muchas víctimas que sufrieron bajo ella. Según esta doctrina, la historia es el enemigo que no se ha de estudiar objetivamente ni tratar de comprender, sino que ha de ser expuesta, condenada y denunciada. La ideología de la corrección política es antihistórica en dos sentidos: primero, porque no tiene el menor interés en tratar de comprender la historia o estudiarla en serio, y segundo, porque desea oponerse a ella y denunciarla sistemáticamente.
En verdad, la memoria histórica no existe, porque se trata de un oxímoron o contradicción en términos. La memoria es exclusivamente individual, pero cada uno tiene una memoria algo diferente de las cosas, y un mínimo de experiencia de la psicología humana nos revela que es inevitablemente subjetiva, hasta entre personas de buena fe. La verdadera historia, en cambio, no se basa en las memorias individuales y subjetivas, sino en las fuentes y datos concretos de la investigación, ya sean documentos, archivos, fuentes primarias, publicaciones, testimonios u otros. Además, el estudio histórico no es una actividad meramente individual, sino que es el resultado de todos los historiadores serios y profesionales. Una obra colectiva. Por ello, la memoria histórica, como tal, no existe.
Es verdad que en la última parte del siglo XX, los historiadores académicos empezaron a investigar un campo nuevo que se llamó memoria colectiva, pero el concepto es muy diferente del de memoria histórica. Pierre Nora y los otros especialistas profesionales, no han pretendido que la memoria colectiva sea historia, porque reconocen que las opiniones que forman esta memoria no son verdaderas memorias en sí o un intento de estudiar la historia, sino que son actitudes formadas por sectores políticos, culturales o sociales del momento actual; estos es, productos del presente con respecto al pasado, acuñados para fines políticos, nacionalistas, culturales o sociales. Tal memoria merece la pena estudiarla y analizarla para entender el presente, no el pasado.
Por el contrario, los proponentes de la memoria histórica han sostenido que durante la Transición democrática se forjó un supuesto pacto del olvido con respecto a la historia reciente del país, lo cual es una tergiversación total de la historia de la Transición. Ello forma parte de los intentos de las izquierdas en el siglo XXI para deslegitimar la democratización de España y socavar su Constitución. Lo que de verdad existió durante la Transición no fue ningún pacto del olvido con respecto a la historia, sino un acuerdo general entre los principales grupos políticos de que no se emplearía la historia como arma arrojadiza o materia para controversias políticas presentes, sino que se la dejaría en manos de los escritores e historiadores.
Quienes vivimos la democratización de España sabemos que no solamente no hubo ningún olvido sino que, por el contrario, una mayor atención a la historia que en cualquier otro momento anterior. Hubo toda clase de publicaciones y presentaciones de la historia reciente, ya fuera en forma de artículos y libros de los estudiosos, o de publicaciones populares, o en las revistas y periódicos, en la radio, la televisión o el cine. Fue el momento de la historia contemporánea de España en la que hubo más atención hacia la historia, poniendo el acento en no repetir los mismos errores que habían tenido lugar décadas atrás.
Dicho acuerdo se rompió por vez primera y de forma seria, al utilizar la historia para fines políticos, durante la campaña electoral de 1993 por parte de Felipe González y los socialistas. El PSOE corría entonces el riesgo de perder unas elecciones tras 11 años de Gobierno y, en su desesperación, sacó del armario el anatema del franquismo, proclamando que votar al Partido Popular significaría la vuelta a la dictadura. Tal vez esto pudo tener algún efecto en la citada campaña, pero no en las dos siguientes elecciones, la de 1996 y la del 2000 ganadas por Aznar y el PP, y la última por mayoría absoluta.
En el siglo XXI, el argumento histórico sectario ha llegado a ser fundamental para las izquierdas desprovistas de sus banderas y doctrinas de antaño. Y como ocurre en otros países, el recurso es siempre la utilización espuria de la historia –allí están los culpables– que, de forma maniquea, intenta imponer su hegemonía cultural e ideológica, a falta de ofrecer soluciones para los problemas de la sociedad del siglo XXI. Bajo Zapatero, la vuelta al guerracivilismo fue la característica ritual de movilización política. Lo que culminó con la mal llamada Ley de Memoria Histórica de 2007, aunque de hecho, su desarrollo ha sido más limitado que lo deseado por los sectores más radicales izquierdistas.
La fragmentación de la estructura política en las izquierdas ha dado un mayor impulso y énfasis al argumento de la memoria histórica, tanto entre la extrema izquierda como entre los socialistas de Pedro Sánchez. Y así, el pasado 22 de diciembre el Grupo Parlamentario Socialista ha presentado en el Congreso una nueva proposición de ley para reformar y ampliar la ley de 2007. Este proyecto de ley pretende crear una Comisión de la Verdad de 11 miembros votados por el Parlamento para dictaminar sobre la verdad histórica.
Ello sería una monstruosidad, porque en una democracia la libertad de investigación y estudio, y la interpretación de la historia es un derecho civil básico, pero la creación de esta especie de checa nacional de la historia sería meramente el comienzo. De salir adelante, tendría el poder de actuar como juez y parte en cualquier controversia o discusión histórica, además de dar al Ministerio de Educación instrucciones sobre el modo de enseñar la Historia.
Los detalles de esta ley son extensos y complicados, con instrucciones sobre la investigación, la preservación de datos y la creación de nuevos símbolos y monumentos. Cualquier infracción de estas medidas serían punibles con una serie de castigos, que incluyen multas de hasta 150.000 euros, penas de prisión de hasta cuatro años, la destrucción de obras publicadas y la inhabilitación de los docentes en su profesión por hasta 10 años. Cualquier asociación o fundación declarada culpable de infracción grave sería disuelta.
Esta ley marcaría un primer paso en la deconstrucción de la democracia española actual y del Estado de derecho, porque propone crear una versión oficial de la verdad histórica, instaurando una especie de sovietismo suave, como también se ha visto en otros países europeos, que atenta contra la libertad de expresión, algo fundamental para la existencia del Estado de derecho. Además, la restricción o eliminación, en cierta medida, del debate sobre la historia por acción u obra del Gobierno o Parlamento sería absolutamente odiosa.
Resulta algo más que notable que sea siempre el partido socialista el que presente este tipo de leyes. Parece que el PSOE no tiene mucha memoria de su propia historia. A modo de jalón, en octubre de 1934 fue el partido socialista el que recurrió a la violencia política masiva en contra de las instituciones de la República democrática, provocando centenares de víctimas y desencadenando el proceso revolucionario que conduciría a la Guerra Civil. Los hechos históricos están ahí y es ahí donde deben quedarse, y no traerlos a la discusión política actual. ¿Por qué el socialismo de Zapatero y Sánchez repudia la socialdemocracia de la época de Felipe González y la Transición? ¿Por qué en el siglo XXI los socialistas españoles quieren volver a su vómito, ahora con la única ventaja de querer emplear la coacción del Estado en vez de la violencia partidista de antaño?
La democracia exige la libertad de cátedra y la libertad de expresión. Un Estado democrático no puede establecer una versión oficial de la historia e imponerla a sus ciudadanos. Eso sería puro sovietismo, suave, pero no democracia, porque la democracia occidental es mucho más que elecciones; es el respeto a la opinión y la garantía del Estado de derecho. Los socialistas deben estudiar y aprender de su propia historia, que parecen ignorar, y no pretender dar leyes de Gran Hermano a la sociedad española.
Stanley G. Payne es historiador e hispanista. Su último libro es En defensa de España: desmontando mitos y leyendas negras (Espasa).