- La memoria ni es democrática ni es reaccionaria; es el compendio de una vida, o de un momento, que soportamos acosados por la desazón de lo cotidiano
Tengo al ministro Bolaños como uno de esos imbéciles habilidosos a los que la gente da crédito por la condición de hablar en función del que ordena y manda. Sin eso nadie le haría maldito el caso. Desconozco qué especial atractivo, fuera de ser la voz de su amo, puede atribuirse a un gaznápiro, elegido en el escalafón de mansuetos que conforman la línea de mando. Un tipo habilidoso es aquel que jamás duda, porque el concepto de callarse y pensar no se incluye en el sueldo; incluso está de más y resulta denigrante. El que tiene respuestas para todo goza de la categoría de inteligente, cuando la verdad es que en ocasiones ser hábil va emparejado con el talento de un canario.
Mi historia empieza cuando el canario pió en forma de sentencia y salió “la memoria es un derecho democrático”. Una melonada pomposa. ¿Qué diantres entenderá como memoria este imbécil habilidoso? Primero porque si hablamos de memoria nos estamos refiriendo a algo personal, incluso íntimo, que no admite adjetivos que no sean por exclusión. La memoria ni es democrática ni es reaccionaria; es el compendio de una vida, o de un momento, que soportamos acosados por la desazón de lo cotidiano. El estado no tiene memoria, es una implacable trituradora que lo resume todo en la frase archisabida del Padrino. “Nada personal, sólo negocios”. Si aceptamos ese principio, la literatura, el arte, la convivencia, todo lo que merece la pena evocar porque un día existió y nos sedujo o nos eclipsó, todo eso que ya pasó, se reduciría a material reciclable.
Vivimos hermanados con la memoria, incluso cuando cuesta admitirlo, porque es lo único que nos queda de personal e intransferible. Lo que no podríamos resistir es que además nos acondicionaran la memoria en función de los habilidosos inventores de argucias. La memoria no es un derecho, como el pensar tampoco se considera algo legislable. La libertad de pensamiento es otro asunto, pero no para todos. Bolaños, sin ir más lejos, puede vivir ayuno y nadie lo echará a faltar. Probablemente ni él mismo.
El primer gran proyecto sobre la manipulación de la memoria se debió a un historiador hoy desconocido, fuera y dentro del gremio, Mijail Pokrovski, que murió en 1932 y que está enterrado junto a las murallas del Kremlin. Un bolchevique de la primera hora -desde 1905- y Lenin le tuvo especial estima cuando publicó su “Breve esbozo de Historia Rusa” (1920), que ni es breve ni un esbozo, sino un centón que se editó en multitud de lenguas. A él debemos la más implacable máxima que los historiadores, antes y después, enmascaran tras pretendidas églogas a la objetividad y la independencia del gremio: “La historia es la proyección de la política hacia el pasado”.
No es que el tal Pokrovski inventara nada, porque desde la antigüedad grecolatina ya todo estaba inventado en este campo, pero le quitó los afeites y nos dejó a la criaturita en carne viva, tan viva que le castigaron condenándole al ninguneo y la irrelevancia. La memoria nada tiene que ver en esto y sacarla ahora es un ejercicio de enmascaramiento de una realidad que los nietos arrogantes no acaban de asumir. Como si alguien les hubiera contado que los hechos son más reversibles que las realidades y que se puede utilizar el pasado con una desvergüenza que para sí hubiera querido Pokrovski. Por alguna u otra razón, ajena a la ambición de pegarle una dentellada al presupuesto, todos hemos pasado por la experiencia de nuestra memoria histórica. Recuerdo el grito de Hilda Farfante cuando al fin pudo desenterrar de la cuneta a sus padres, maestros de escuela -cuando ese era un título que confería dignidad profesional y humana- asesinados por los fascistas. Di cuenta de ese sublime gesto, mezcla de orgullo y rabia, en enero de 2002.
Mi experiencia personal resultó más chusca. Mi hermano tiene la costumbre cada vez que va a Oviedo de pasar por el cementerio donde están enterrados nuestros padres. Allí fuma un cigarrillo. Como el camposanto es nuevo y las tumbas gozan de unas vistas hermosas que para sí hubieran querido los muertos, me propuse buscar el famoso Muro donde están grabados los nombres de las víctimas que ejecutaron los vencedores de la Guerra Civil. De los dos derrotados, al menos uno tenía que estar; el otro dio con sus huesos en Boghari, la Argelia francesa. Por más que miré en el Muro no figuraba Guillermo Suárez. Apelé a una denominada “Asociación del Muro” para que corrigieran la ausencia. Ahí fue Troya.
Debía hacerme socio de la Asociación y que dos miembros me avalaran. Un club con derecho de admisión que, en el caso de resultar aprobatorio para mí, que no para el fusilado, me consentiría viajes tipo Inserso y una sede de confraternización. Aunque se daba la siniestra casualidad de que el fusilamiento, al ser de los primeros tras el 18 de julio, apareció en La Nueva España, diario de los sublevados, usurpado al socialista Avance, renuncié a seguir el trágala de aquella basurilla de usurpadores de la Memoria. Hasta hoy.
Ahora he leído con desgana los 70 folios del proyecto de Ley de la Memoria Democrática y aún me ha producido mayor desazón. Sigo sin saber por qué se fija la fecha de 1983 como límite, cuando la Constitución fue aprobada en 1978. Intuyo las razones, pero son otra historia que nada tiene que ver con el victimario de la memoria. Afirmar que España “atesora una larga tradición liberal y democrática” es incierto y además echa un borrón a la verosimilitud del farragoso texto del que lo único que entiendo es que beneficiara a algunos, pocos, y no precisamente supervivientes de la dictadura que terminó un día de noviembre del 75.
Nuestro Pokrovski de secano se llama Fernando Martínez López, del que probablemente no habrán oído hablar nunca, a menos que sean de Almería. En su provincia ha sido de todo: alcalde, diputado, senador, catedrático… Pasadas las primeras elecciones democráticas aún militaba en el Movimiento Comunista, una organización maoísta, la de la guerra campesina “larga y prolongada”. Descubrió la verdadera fe tras la victoria del PSOE en 1982 y desde entonces fue subiendo y subiendo en la cucaña del “Partido para toda la Vida”. Ahora es el encargado de ajustarnos la Memoria Democrática con rango y salario de director general, amén de senador del Reino. ¿Hay quien duda aún de lo importante que es la memoria?