David Mejía-El Español
Mi profesor de literatura clásica siempre decía lo mismo: “Señores, no es necesario que se aprendan las hazañas de los héroes de memoria; si conocen otra manera de aprenderlas, adelante”.
Yo no encontré método alternativo y tuve que dedicar horas a retener cosas como que Neoptólemo (también llamado Pirro) era hijo de Aquiles. Ya existían Google, la Enciclopedia Británica y el manual de Ruiz de Elvira, pero la cruzada contra la memoria estaba aún en fase embrionaria.
El ministro de Universidades, que según leo sigue siendo Manuel Castells, se ha manifestado contra “el componente memorístico” en la educación y ha propuesto que los profesores sean “guías intelectuales del procesamiento de información”. La pregunta obligada es dónde se almacena esa información que debemos procesar.
Los gurús del famoso “hay que enseñar a pensar” suelen obviar que sólo se puede pensar sobre lo aprendido. Difícilmente puede uno pensar críticamente sobre la batalla del Ebro si ignora que el Ebro es un río. Que la educación no es sólo memoria es una obviedad que no es necesario explicar. Pero que la educación es también memoria es una certeza en la que hay que insistir.
Sorprende que un Ejecutivo tan preocupado por la memoria con apellidos (“colectiva”, “histórica”, “democrática”) sea tan reacio a la memoria de toda la vida. Y es irónico que fuera el propio Castells quien, en un acto ¡en memoria! de los rectores represaliados por el franquismo, confundiera a Leopoldo Alas Argüelles con su padre, Leopoldo Alas, Clarín. ¡Ay, la memoria!
Las declaraciones de Castells vienen precedidas por las de Encarna Cuenca, presidenta del Consejo Escolar del Estado, que en una entrevista en El Mundo se mostraba partidaria de conceder títulos a pesar de los suspensos “para evitar el estigma de la repetición” porque “aprender va mucho más allá de los suspensos”. La presidenta parece no entender que un suspenso no es más que la certificación de que algo no se ha aprendido.
Las notas sólo miden, como miden los pesos. Quizá lo próximo sea combatir la obesidad infantil manipulando las básculas para que la aguja no pase de 40, no sea que el niño se acompleje. Hay quien aplaude estas medidas a la vez que comparte mensajes cursis elogiando las vacunas, la investigación y la sanidad. ¿Pero habría sido posible la vacuna con este pobre criterio de exigencia? ¿Cuántos suspensos toleraríamos al médico que se dispone a operar a nuestra madre?
Lo mejor que se puede hacer por la salud y la autoestima de alguien es decirle la verdad sobre su condición y poner todos los recursos posibles para que pueda superarse. Si a un niño le regalamos un aprobado en natación, es probable que se ahogue en cuanto salte al agua. Eso sí, le habremos ahorrado el estigma de la repetición y la vergüenza del suspenso.