IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La derecha no ganará nunca en la dialéctica de ruido y furia a la que pretenden llevarla los sectores más ultras

Muchos votantes del PP y de Vox coinciden en creer que los pactos de ambos, o su diferente gestión y desenlace en según qué sitios, han resultado claves en el gatillazo del domingo. También existe consenso en que las vacilaciones y bandazos del PP, sobre todo en Extremadura, provocaron confusión entre los seguidores de ambos partidos. Aquí termina el análisis unánime para bifurcarse en sentidos distintos: unos piensan que el error consistió en que los populares mostraron demasiados remilgos y otros, entre los que me encuentro, que los acuerdos se firmaron con mucha prisa, poco criterio y pésimo manejo de los tiempos, revelador de un inexplicable desprecio por la decisiva campaña electoral que había por medio. En concreto, la mayor torpeza, la que provocó la cadena de fallos, fue la precipitación del compromiso valenciano. Cualquier estratega aficionado habría advertido la necesidad de parar el calendario, esperar a las generales y decidir luego a la vista del mapa completo de resultados.

Por supuesto, hay muchas más causas explicativas del fracaso –la campaña ‘Bambi’ de Feijóo, el espejismo del debate, la realidad aumentada de las encuestas, la relajación del verano–, pero ésta ha sido esencial en la movilización del bando adversario al rescate de un Sánchez desesperado. A diferencia de la izquierda, que desde Zapatero se sostiene desplazándose hacia su extremo, la derecha sólo puede construir mayorías sociales desde el centro. Y los dichosos pactos territoriales han espantado a los sectores urbanos eclécticos y a los simpatizantes socialistas insatisfechos entre los que el PP buscaba espacios de crecimiento, mientras los conservadores radicales incrementaban su recelo sobre un candidato enredado en continuos titubeos. Así, una porción del voto rocoso de Abascal ha sido improductivo, se ha ido al limbo, en tanto el bloque rival concentraba el suyo para optimizar beneficios.

Más allá de la geometría y de la aritmética, sin embargo, existe otro factor de carácter político que no por injusto o antipático puede ser obviado ni preterido. Y es que la mitad del cuerpo electoral español siente más desconfianza o más miedo ante Vox que ante Bildu. Razón por la cual, de forma voluntaria o involuntaria pero objetiva, la formación verde se ha convertido en uno de los más valiosos soportes del sanchismo. Sin que eso parezca importar a sus directivos, a tenor de la ausencia de espíritu autocrítico sobre la veintena de escaños perdidos. Su estridencia discursiva, su fetichismo ideológico o su gestualidad furibunda bloquean su capacidad de avance en las urnas y lo constriñen en el estrecho ámbito de una minoría absoluta. Muy cohesionada, muy contenta y orgullosa de su falta de mesura, pero intragable para buena parte de la opinión pública. Y el problema es que la derecha en conjunto no ganará nunca en la dialéctica del ruido y la furia.