FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

William Shakespeare inmortalizó el percance por el que Ricardo III, cuando parecía tener todo el poder bajo su puño, no sólo malogró el reino del que se había adueñado por medio de atrocidades y crímenes sin límite, sino una vida poblada de demonios interiores. «Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo», resume la impotencia de aquel soberano, exento de escrúpulos y miramientos, que fallecería el 22 de agosto de 1495 en la batalla de Bosworth cuando bregaba contra las huestes de Enrique Tudor, pretendiente a la Corona de Inglaterra.

Ante el avance de las tropas del conde de Richmond, el monarca ordena furioso que comprueben si su corcel favorito está presto para acudir al combate. Urgido por este propósito, el herrero se apresura a calzar sus cascos. Sin embargo, cuando plantaba la última herradura al cuadrúpedo, éste advierte que le falta un clavo. Ante lo apremiante de la situación, cavila salir del paso como Dios le da a entender. Así devuelve el equino con el último herraje sin la firmeza y fijeza que debiera para el envite que aguarda en el campo de batalla. De facto, bien caro lo pagaría su señor en una refriega que, a la sazón, finiquitaría sus días.

En el punto culminante de aquella lid, el rey atisba alarmado cómo sus mesnadas retroceden ante el empuje enemigo. En un gesto de coraje, espolea a su cabalgadura para arengarles e infundirles valor. De pronto, su montura extravía la herradura calamitosamente incrustada y da con su cuerpo en tierra. Sin rienda que la refrene, la caballería sale en estampida y Enrique III cae a merced de los aceros enemigos, mientras avista con desespero cómo sus soldados se baten en retirada.

En ese brete, blandiendo la espada, grita con inútil lamento: «¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!». Quien había sido dueño y señor de todo, por un clavo, perdió la herradura; por la herradura, su caballo; por su caballo, la batalla; y por la batalla, su reino. La negligencia de un herrador había desencadenado el desenlace de la Guerra de las Dos Rosas entre la blanca de York y la roja de Lancaster en favor de quien, desde ese día, sería entronizado como Enrique VII, fundador de la dinastía Tudor.

En vísperas de otra encrucijada histórica, como es la que se dilucida esta semana en las Cortes con ocasión de la investidura del socialista Pedro Sánchez, un error estratégico del presidente de las mil y una caras le hace adoptar la fisonomía de Ricardo III. No ofrece su dignidad presidencial por un caballo, sino por la coleta de la que hace seña de identidad –y de papeleta, como ahora imitan Errejón y Carmena– el dirigente de Unidas Podemos.

No imaginaba que éste estaría resuelto a entregársela en un golpe de audacia para asegurarse una representación proporcional al número de escaños en un Gobierno de coalición del que formarían parte miembros de su dirección, como la portavoz de su grupo, Irene Montero, a la sazón su pareja. ¿Qué más le da quedarse a Iglesias, en última instancia, en la puerta disponiendo de una representación tan cualificada en el Consejo de Ministros y al otro lado de la almohada, al tiempo que a él le deja las manos libres para ser a la vez líder de un partido de Gobierno y de oposición en función de las determinaciones que se adopten?

Al arribar a la Casa Blanca tras el asesinato de Kennedy, Johnson preguntó al secretario de Defensa, Robert McNamara, su opinión sobre si debía sustituirse al director del FBI, John Edgar Hoover, y éste respondió: «Presidente, es mejor tener al indio dentro de la tienda meando hacia fuera, que colocarlo fuera meando hacia dentro». Ahora Iglesias, tomándole la palabra a Sánchez, podrá hacerlo a conveniencia. Hay que convenir con Bioy Casares que este mundo subestima la estupidez. A las pruebas hay que remitirse.

Para no desaprovechar la oportunidad caída del cielo de engrosar el Gobierno que pudiera constituirse a partir de la demorada sesión de investidura –80 días ya desde los comicios generales del último domingo de abril–, el líder podemita le ha cogido la palabra al presidente en funciones tras arrancarle concesiones con la técnica de lo que los anglosajones denominan salami tactics, esto es, como el que corta rodajas de salchichón. Vistas una a una parecen poca cosa. No obstante, si se persevera pacientemente en la estrategia, permite alcanzar los ambiciosos objetivos que se codiciaban e imposibles de cosechar de golpe y porrazo.

Lo llamativo es que, en el curso de la negociación para posibilitar la investidura de Sánchez, ha sido el propio PSOE el que se ha metido de hoz y coz en la trampa que le ha tendido UP sobre la base de que, haciendo esas condescendencias, sólo patentizaba que lo único que ansiaba Iglesias era ser, al precio que fuera, ministro y, si no lo era, se acabaría lo que se daba. A partir de la construcción de esa ficción, era sencillo cargar el muerto de la investidura frustrada a Iglesias y, si había repetición de elecciones, éste tendría que concurrir con esa losa sobre su ya de por sí encorvada espalda.

A favor de esa convicción del entorno de Sánchez, existía el precedente de 2016 cuando Iglesias salió por peteneras reclamando ser supervicepresidente y trató de acaparar bajo su órbita los centros neurálgicos de poder del Estado. Ese exceso de avidez arrumbó el Pacto del Abrazo con PSOE y Ciudadanos, y precipitó una nueva cita electoral en la que el sorpasso que perseguía darle a los socialistas derivó en agua de borrajas cuando fantaseó tenerlo a pedir de boca.

Si eso era pretérito imperfecto, la interpretación de los aurúspices del Palacio de La Moncloa se vio reafirmada cuando Iglesias recurría a la mascarada de un nuevo referéndum –reveréndum más bien– en que se hacía cuestión de honor de la entrada de Iglesias en el Gobierno, siendo ésta condición sine qua non para dar sus ineludibles votos afirmativos con el fin de que Sánchez siguiera teniendo casa en el Palacio de La Moncloa y derecho a pasearse por los cielos en Falcon.

El propio presidente en funciones habló de una consulta «trucada» destinada a fundar una negativa a su investidura. Elucidada la consulta –mejor llamarla plebiscito– en favor de aquél que la convocaba y que ya sabía de antemano el designio de la misma. Así es siempre, al margen de lo que someta a sus bases. Como se verificó con el casoplón de Galapagar, lo que hace presumir que podría hacer emperador a su caballo como Calígula. El PSOE no discernió que podría ser un mero trampantojo.

Tanto es así que, manteniendo su veto a Iglesias, subía la apuesta y se abrió de capa a la recepción en el Consejo de Ministros de destacados cuadros de UP. Así, yendo de farol hasta quedar apresado en su propia trampa, el PSOE empezó brindando un Gobierno de cooperación sin ministros de Podemos para luego acceder a la incorporación de independientes emparentados con Podemos sin que fueran designados por ellos. Luego entreabrió la puerta a ministros de esa cuerda, si bien de estricto perfil técnico, y postreramente admitió sin ambages a ministros con puestos de primer nivel en la nomenclatura de Podemos.

Llegando a ese extremo, el PSOE conjeturó que la obcecación de Iglesias impediría la consumación de la oferta y ayudaría al cuento de la buena pipa socialista sobre la terquedad mesiánica de un líder hondamente ambicioso. Por contra, rodando así los dados, Iglesias tuvo claro que la ocasión la pintaban calva y era el momento de cortar la retirada del PSOE ofrendando como un sacrificio personal su renuncia a ocupar sillón alguno en el Consejo de Ministros, con lo que dejaba de ser el escollo del que hablaba Sánchez. Olvidaba el PSOE que la consulta de Iglesias sólo le comprometía a aquello que él estimara por oportuno a cada hora, estipulando ese resultado como un cheque en blanco para caminar en una dirección y en la contraria. De tal manera que, cuando el PSOE se ha percatado de que se trataba de un señuelo para atraparlo en la jaula, ya no puede escapar sin ponerse en evidencia ante una formación que precisa el poder como el comer.

Como en el judo, la arremetida mal calculada del PSOE ha sido esta vez la fuerza de la que se ha valido Iglesias para desmontar el relato socialista y dejar sentado sobre el tatami a un Sánchez al que no le parece que le quede otra que pegar una patada en el tablero para revolver las fichas y con cualquier excusa tratar de empezar otra partida. Como un buen comunista bajo la capa de nata del populismo, Iglesias ha aplicado la estrategia que, en 1904, 13 años antes de que estallara en Rusia la guerra civil entre rojos y blancos, Lenin recogía en su ensayo Un paso adelante, dos pasos atrás. Lo ha hecho valiéndose de que el PSOE había ido demasiado lejos en su malabarismo con las cartas. Se ha plantado y ha dejado patente que Sánchez no atesora triunfos para ese órdago.

A veces, un pequeño contratiempo puede echar todo abajo, como le sobrevino a Ricardo III o como se vivió en la célebre escena de Rebelde sin causa cuando el personaje de James Dean acepta el reto de correr una carrera rumbo a un precipicio y en el que el primero en saltar del vehículo en marcha sería considerado un gallina. Aquel entretenimiento suicida se consumó en tragedia cuando a su amigo se le engancha una manga de su cazadora en el tirador de la puerta del vehículo y se precipita al acantilado.

Es el grave revés que termina de ocurrirle a un Pedro Sánchez que, por pensar que la investidura le podría caer como fruta madura, puede habérsele podrido y abocarle a una legislatura de pesadilla no sólo para él –al fin, se lo habría buscado por su mala cabeza, teniendo otras opciones distintas a la de su proclamado «socio preferente»– sino para el conjunto de los españoles.

Yendo de enterado como le acaeció en la transacción de cargos de la Comisión Europea, donde fue utilizado de modo lastimoso por Macron para luego dejarlo tirado como una colilla, hoy en día se complica la investidura con un Iglesias que entiende que París bien vale una misa. Así se justificó ante la posteridad el hugonote Enrique IV cuando abjuró, en un ejercicio de posibilismo, a su fe protestante para acceder al trono de Francia. Después de un viaje de 80 días hacia ninguna parte, en vez de deshacerse de Iglesias, Sánchez se ha hecho más rehén de él y, lo que es peor, sin argumentos sostenibles frente a quien tenía contra las cuerdas. Esas mismas que hoy aprisionan a un candidato que se encamina hacia una investidura fallida con idéntico semblante que si lo hiciera rumbo al cadalso.

Como Chesterton señala por boca de Gabriel Syme, el hombre que fue Jueves: «La aventura puede ser loca, pero el aventurero ha de ser cuerdo». Y penosamente puede serlo un hombre embebido de poder que, como Sánchez, puede asfixiarse con la coleta que le entrega Iglesias. Ochenta días de preparativos, en definitiva, para esto: para ofrecer su investidura por una coleta, remedando la tragedia shakesperiana de Ricardo III.