Rubén Amón-El Confidencial
- La réplica de UP en las calles al trauma parlamentario del solo sí es sí revienta la coalición en la fecha y por la causa que más tenían que haberse preservado
Tenía que reventar en algún momento y por cualquier motivo el monstruo contra natura que había engendrado Pedro Sánchez en el laboratorio de la Moncloa. Tanto se han dilatado las costuras y las contradicciones que Frankenstein ha terminado por derrumbarse, aunque impresionan la causa —el feminismo— y la fecha. Se supone que el 8-M debería predisponer el éxtasis de la coalición gubernamental. Y que nada podría unir más a la izquierda que la lucha contra la discriminación de las mujeres, pero las manifestaciones enfrentadas de ayer y la sesión incendiaria del Congreso han malogrado el porvenir y la dignidad política de la coalición.
Ha muerto Frankenstein en ausencia flagrante de su creador. Sánchez no quiso presentarse en la jornada parlamentaria más anómala y desquiciada de la legislatura. Tan desquiciada que la reforma del solo sí es sí ha obtenido más consenso que ninguna otra iniciativa legislativa relevante… pero ha supuesto el funeral de la aberración prometeica. El amor de los enemigos redimió la votación tanto como la sentenció el odio de los aliados. Un trauma indisimulable cuya resonancia en las calles asfixia cualquier expectativa de reconciliación. Unidas Podemos ha etiquetado al PSOE con el eslogan del fascismo. Y ha dejado sin sentido el desenlace agónico de la legislatura.
“Que no quiero verla, la sangre sobre la arena”, se decía el presidente emulando la elegía de Sánchez Mejías. Podía haber votado telemáticamente su propia reforma, podría haber exigido la presencia de sus ministros en el hemiciclo, pero el desplante del matador implica un ejercicio de arrogancia que liquida la energía de Frankenstein en un desenlace tumultuario.
Lo demuestra el alarde de Unidas Podemos en la revancha callejera del 8-M. Iglesias había urgido a la movilización y al desquite. Había sugerido o incitado la oportunidad de los escraches a los camaradas socialistas.
Era la manera letal de sobreponerse al escarmiento del 7-M. Y de convocar el simulacro asambleario, más o menos como si la afluencia de militantes en las calles de Madrid definiera el estado de ánimo del pueblo. O supusiera la réplica plebiscitaria de los ciudadanos a la conspiración parlamentaria.
En realidad, el pueblo, la opinión pública, la calle discrepan masivamente de una ley cuya estricta aplicación rebaja las penas a los agresores sexuales o los excarcela. Por eso urgía reformarla. Y por la misma razón, el paso atrás del PSOE en clave electoralista consiguió una adhesión masiva. No por los votos de Vox —Abascal ordenó abstenerse in extremis— sino porque respaldaron la iniciativa tanto el Partido Popular como en el PNV.
No pudo relamerse Echenique con la imagen de la foto de Colón. Ni confundir el consenso con el fascismo. Tampoco es legítimo que Iglesias instrumentalice la calle como un argumento de redención personal. Y que convierta las mareas en la energía política que él mismo desperdició.
La buena noticia de la semana consiste en que se ha remediado la aberración del solo sí es sí. La mala noticia —o no tan mala— alude al colapso de la era Sánchez. Porque le han salvado sus adversarios y le han abandonado sus aliados. “Que no quiero verla, la sangre sobre la arena”, se repite el patrón socialista en su fin de régimen político. Exhausto, consumido.
El desgarro sorprende a la coalición en el umbral de las elecciones municipales y autonómicas. Necesitan el PSOE y UP diferenciarse, consolidar sus respectivas marcas, exponer las diferencias generacionales y culturales, pero no desde el catastrofismo que trasladan las últimas 48 horas ni desde las secuelas de semejante terremoto en el campo base.
Y no es que vaya a pasarles factura a unos y otros la instrumentalización de la causa feminista —que también—, sino más bien la credibilidad de un proyecto político que se resiente hasta las trancas del chantaje soberanista y que ha colisionado allí donde tenía que haber resurgido.
Tiene sentido evocar el desenlace de Frankenstein . Y no tanto la novela original de Mary Shelley como la película de 1931 que protagonizó Boris Karloff. Especialmente la escena del molino, cuando el populacho levanta las antorchas para quemar al monstruo en un ceremonial justiciero.
Es la escena que observa Núñez Feijóo desde el despacho de Génova 13. Y la expectativa de una alternativa cuya verosimilitud no puede limitarse a la mera contemplación del desastre ajeno ni subestimar la inmortalidad de Sánchez en el dominio de los terrenos metafísicos.