Las próximas elecciones en Cataluña es el momento de que los partidos que quieran cambiar el modelo de Estado lo propongan de forma inequívoca, para que sepamos cuántos catalanes están a favor de esa aventura. Lo bueno de los votantes es que son más fáciles y precisos de contar que los manifestantes.
Cierto día algún osado preguntó a Leo Messi por sus preferencias literarias y el pequeño gran hombre repuso: «Una vez quise leer un libro y a la mitad no pude más». Le comprendo perfectamente, a mí me pasó lo mismo cuando intenté ver en televisión un partido de fútbol. Ni su confesión deroga la lectura ni desde luego la mía el fútbol. Todo entusiasmo que nos subleva contra la muerte y sus rutinas merece aprecio. Cuando su prosaico amigo comerciante preguntó a Stendhal para qué servía la cúpula de San Pedro del Vaticano que tanto acababa de encomiarle, el escritor repuso: «Sirve para conmover el corazón humano». Ese objetivo siempre debe ser tenido por noble, aunque como los humanos somos afortunadamente distintos nuestros corazones tengan diferentes preferencias emocionales…
Pero sin duda lo que establece cierta superioridad de la lectura sobre otras aficiones es que nos permite disfrutar virtualmente con lo que en la práctica nos aburre. Por ejemplo, yo lo paso muy bien leyendo la emoción futbolística de buenos escritores, como Javier Marías (Alfaguara acaba de reeditar ampliada su colección de artículos Salvajes y sentimentales), Juan Villoro o el genial y divertidísimo rosarino Roberto Fontanarrosa. Los lectores más jóvenes (aunque ¿qué buen lector no permanece siempre joven?) seguirán con gusto la senda iniciática de un portero de la selección ganadora del mundial -aunque no sea Iker Casillas- en El portero de la selva de Mal Peet (Ed. Salamandra), relato en el que se combinan épica y fantasía. Claro que tampoco viene mal curarse de idealizaciones excesivas de este deporte multimillonario y enterarse de sus bajos fondos, revelados en Juego Sucio. Fútbol y crimen organizado, de Declan Hill (Ed. Alba), un documento que ha llevado a muchos profesionales ante los tribunales y que decidió a Michel Platini a crear un departamento anticorrupción en la UEFA. Por mi parte, nunca olvido que en King Lear (acto 1, escena 4) se pone en su sitio a un atrevido bribón llamándole «vil futbolista», aunque no hay traductor que se atreva a perpetuar literalmente el dicterio. No deja de ser divertido que lo que en tiempos de Shakespeare fue insulto hoy se vea convertido en el destino profesional más universalmente envidiado…
Y luego está toda la fanfarria esa de los colores nacionales, la bandera y el patrioterismo de balón. Antes de ir más allá recomiendo la lectura de El hígado de Shakespeare, un cuento de Francisco López Serrano incluido en su libro de igual título editado por DVD. Trata de un joven español, español, que elige un pub londinense lleno de hooligans para ver un partido entre las selecciones de España e Inglaterra: una fábula a lo Chesterton que hace primero reír y luego pensar. Pues bien, cuentos aparte, el triunfo en el mundial ha propiciado en muchos una especie de envidia por la coherencia y capacidad de colaboración mostradas por el equipo nacional, tan añoradas en los demás terrenos de juego social, mientras que otros ven en el entusiasmo popular ante nuestros colores la realidad auténtica de un país que se quiere y se siente de una pieza en contra de las permanentes políticas disgregadoras de los separatistas. Puede que «el menos acertado de los artículos constitucionales» sea el que reclama «la indisoluble unidad de la nación española» -acabo de enterarme leyendo un reciente editorial de este periódico- pero lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos son tan ingenuos que sigue valorándolo por encima de los demás.
Sin embargo, ese aprecio por lo que tenemos en común (frente al estúpido regodeo en lo que Freud llamó «el narcisismo de las pequeñas diferencias») no suele ir políticamente más allá de celebrar júbilos folclóricos. Sabido es que las victorias encuentran muchos más jaleadores que las derrotas comprensivos solidarios: entiendo la reserva escéptica del maduro entrenador ante el domingo de ramos que le tributan quienes quizá se hubieran apresurado a crucificarle en otras circunstancias. Como los londinenses enfrentados por barrios en El Napoleón de Notting Hill de Chesterton, necesitamos un adversario exterior para sabernos habitantes de una misma ciudad. Y nuestra unión se sustenta más en estandartes y clamores jubilosos que en la defensa razonada de derechos y garantías compartidas. En El miedo a los bárbaros, Tzvetan Todorov señala que en nuestras democracias acomodadas hay más personas dispuestas a defender con su vida una trinchera dando vivas a la patria eterna, al honor, a la libertad o a otras entidades igualmente abstractas y glamurosas (por ejemplo, la selección nacional de fútbol) que en arriesgar el pellejo cuando llegue el caso vitoreando a la seguridad social, a la educación general obligatoria o a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, conquistas prosaicas y devaluadas por carencias burocráticas. En España sobran héroes a la hora gloriosa de los laureles, pero hay déficit de ciudadanos para respaldar y reclamar las obligaciones comunes del día a día…
Nuestro momento triunfal en el universo futbolístico tuvo lugar 24 horas después de la manifestación en Barcelona contra la sentencia del Estatut, la mayor concentración reaccionaria en la Ciudad Condal (100.000 personas según los cómputos no publicitarios) desde aquella que pidió el «diálogo» con ETA tras el asesinato de Ernest Lluch, organizada por los mismos. La tentación de contrarrestar una demostración de irredentismo manipulador nacionalista con clamores no menos oportunistas que pretenden fundar la Constitución en el gol de Iniesta puede ser irresistible para los trivializadores de la política pero en sí mismo es insano y triste. No podemos jugarnos el Estado a los penaltis…
Y no nos engañemos, es del Estado de lo que se trata y no de la nación. En un Estado democrático puede haber muchas naciones, sean culturales o sociales. Nuestros clásicos hablaban de «la nación de los peces» y «la nación de los pájaros», de modo que bien puede haber la nación de los catalanes o de quien se apunte después. En cambio lo que Cataluña no puede ser en las presentes circunstancias es una nación política, como afirma Zapatero (que en estas cuestiones dice lo que sabe pero no sabe lo que dice), porque eso equivale a Estado nacional y esa casilla ya está ocupada por España… con Cataluña incluida, claro. Las naciones son a veces cosa de sentimientos, pero los Estados son instituciones y tienen su reglamento legal llamado Constitución. Eso es lo que mejor o peor ha recordado la sentencia del TC, que con todos sus fallos y ambigüedades es menos confusa, tramposa e intervencionista que el Estatut mismo que ha debido considerar.
Las instituciones pueden cambiarse, claro que sí, porque los balones botan y los ciudadanos votan. Dentro de tres meses hay elecciones en Cataluña y es el momento de que los partidos que quieran cambiar el modelo de Estado lo propongan de forma explícita e inequívoca, para que sepamos cuántos ciudadanos catalanes están a favor de esa aventura. Lo bueno de los votantes es que son más fáciles y precisos de contar que los manifestantes. Si existe una mayoría de respaldo a una propuesta concreta, será el momento de plantear una reforma constitucional a quien puede hacerla: no los partidos con su toma y daca ni por la puerta trasera de estatutos de autonomía que falsean su papel, sino al conjunto de los ciudadanos españoles, que son los sujetos políticos de la soberanía nacional. Por derecho el sí o el no, sin echar balones fuera.
Fernando Savater, EL PAÍS, 22/7/2010