La nación de las naciones

GABRIEL TORTELLA – EL MUNDO – 08/01/16

· ‘Nación’ es un término contradictorio: si nación implica soberanía, una nación no puede contener otras naciones que también sean soberanas, ya que la nación que las contiene deja de serlo y deja de ser nación.

La idea de que España es una «nación de naciones» la inventó Enric Prat de la Riba y la expuso en su La nacionalitat catalana (1ª ed., 1906). La ocurrencia tuvo éxito entre los nacionalistas más radicales que Prat, como Francesc Macià o Lluís Companys y desapareció, como es natural, durante el Franquismo. Resucitó durante la Transición de la mano del renovado nacionalismo catalán, especialmente de la de Miquel Roca Junyent, durante los debates sobre la Constitución de 1978, donde Roca consiguió colocar la palabra «nacionalidades» como eufemismo de «naciones» en el artículo 2. La ideíta, por supuesto, sigue vigente entre los nacionalistas catalanes y subyace en el último estatut con que Rodríguez Zapatero les obsequió a ellos y nos atizó al resto de los españoles. Últimamente ha sido abundantemente esgrimida por Pablo Iglesias II, líder del partido Podemos.

Nadie en España parece haber dedicado un instante de reflexión al significado de frase tan manoseada, especialmente aquí. En principio, se trata de un concepto contradictorio, porque la palabra nación, en su significado estrictamente político, el que se viene utilizando desde la Revolución francesa, es el de un conjunto de ciudadanos que comparten un territorio y se organizan bajo un Estado donde imperan los principios de libertad, igualdad, y soberanía. Un requisito más, que no se menciona frecuentemente, pero que resulta muy importante, es que este ente político tenga reconocimiento internacional. Ahora bien, lo contradictorio del término es que, si nación implica soberanía, una nación no puede contener otras naciones que también sean soberanas. Y si estas naciones son soberanas, la nación que las contiene deja de serlo y, por tanto, deja de ser nación. Esta contradicción tiene más trascendencia que la puramente lógica: como veremos, los intentos de establecer naciones de naciones se han saldado con gravísimos y cruentos fracasos.

Como casi todos los vocablos empleados en política, la palabra nación es polisémica. Hay otro significado de la palabra nación, no político, sino metafísico. La nación sería un ente cultural, una comunidad unida por el sentimiento de «sentirse nación». Tendríamos así la nación de José Antonio Primo de Rivera: «Una unidad de destino en lo universal»; o de Prat de la Riba: «Una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden ni deshacerla ni cambiarla». Estas definiciones esencialistas de la nación nos recuerdan la afirmación de Herbert Lüthy: «Todas las discusiones sobre el nacionalismo en general están marcadas por una esterilidad prolífica y relumbrante característica de las discusiones sobre objetos indefinidos e indefinibles… Nos enfrentamos aquí con el umbrío espacio de la psicología colectiva, que escapa a la consciencia racional.

Todo intento de definir ‘la nación’, ‘la idea nacionalista’ o ‘el sentimiento nacional’ termina en el misticismo o en la mixtificación». Sólo por medio de estas definiciones metafísicas y nebulosas se puede concebir la posibilidad de una «nación de naciones», soberana en un nivel, metafísica en el otro. El problema serio que se plantea, sin embargo, es que la nación metafísica más tarde o más temprano querrá convertirse en soberana, y ello producirá inevitablemente un choque.

La expresión, por todo lo anterior, es un dislate palmario que rara vez se oye o lee fuera de nuestro país. Afirma Georges Brassens en una de sus inigualables canciones que para el amor no se pide a las chicas que hayan descubierto la pólvora. Lo mismo podría aplicarse en materia de política a los políticos, a quienes tan poco se les exige intelectualmente. Pero a los profesores de Ciencia Política sí se les puede exigir un poco más y al parecer el Sr. Iglesias lo es o lo ha sido (es de suponer que ahora esté en excedencia). Sería oportuno que el profesor nos dijera si es consciente de la contradicción inherente a su idea de «plurinacionalidad» y también qué otro país actual podría citar que sea también una «nación de naciones».

Porque, a mi parecer, no existe nación en la faz de la tierra que se defina como tal. Pudiera quizá aplicarse el término al Reino Unido que, al fin y al cabo es, como su propio nombre indica, una unión de reinos, y donde los británicos no tienen empacho en llamar a Escocia nación. Los Estados Unidos, a quien algún historiador ha definido como nación de naciones, no lo es en absoluto. Es, indudablemente, una república federal, y en los años de su nacimiento tuvo algunos caracteres de confederación (esto es, federación de estados soberanos), pero ningún estado norteamericano pretende hoy constituir una nación o ser soberano. El intento de secesión de los estados del sur (que se llamaron confederados) en 1861 se saldó con una guerra terrible, que perdió la confederación, y desde entonces allí la idea periclitó.

En el caso del Reino Unido es cierto que Escocia y, en ocasiones, Gales, son llamadas naciones, pero sólo Escocia ha pretendido recuperar su soberanía en 2014, en un referéndum donde claramente perdieron los soberanistas. Este referéndum fue posible en gran parte porque la Constitución inglesa no está escrita, y por lo tanto es muy elástica; y porque la unión de Inglaterra y Escocia tuvo lugar por medio de un tratado en 1707, lo que permitía suponer que ambas partes podían denunciarlo de mutuo acuerdo.

Entre otros países del pasado de los que se pudiera decir que fueron naciones de naciones está, por ejemplo, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que supuestamente estaba integrada por repúblicas autónomas (o quizá soberanas, como Ucrania, que tenía representación separada en las Naciones Unidas), pero que estuvo controlada férreamente desde Moscú mientras se mantuvo la dictadura comunista, para luego disolverse en un abrir y cerrar de ojos en 1991, cuando el centro de poder en Moscú fue reformado, dejando una estela de violencia hasta tiempos muy recientes.

Otros países que quizá hubieran merecido este nombre (aunque nadie se lo dio) fueron el imperio austro-húngaro y el imperio otomano, que se desintegraron durante la primera guerra mundial después de varios siglos de incómoda coexistencia. Otro ejemplo más reciente y efímero fue la república federal (antes reino) de yugoslavia, resultado de las desintegraciones de los imperios austríaco y otomano. Yugoslavia estaba compuesta por una serie de estados que desde la primera hasta la segunda guerra mundial coexistieron bajo un monarca. Tras esta última guerra, yugoslavia se convirtió en una dictadura comunista bajo la férula del mariscal yosip broz, más conocido como tito.

A la muerte de este en 1980, la república yugoslava comenzó a descomponerse, proceso que degeneró en una atroz guerra civil cuyos espantosos episodios genocidas muchos recordarán, que terminó con la total desintegración del país y que dio lugar a largos juicios internacionales por genocidio y crímenes contra la humanidad. En resumen, no parece que la fórmula de nación de naciones sea muy común, ni que sus resultados cuando se ha puesto en práctica la hagan muy recomendable, más bien todo lo contrario. Volviendo al inmortal brassens, la de la nación de naciones parece una de esas ideas que «vienen, dan tres vueltecitas, dejan tres muertecitos, y se van». Aunque en este caso, las vueltecitas y los muertecitos son, por desgracia, más de tres.

Pero en la España de la Transición, la reacción contra el Franquismo hizo que la fórmula se adoptara con más entusiasmo que cordura. ¿Es este el sistema que el Sr. Iglesias y sus aliados de En Comú Podem, Mareas, y demás, desean para España? Y, si tan buena le parece la idea al Sr. Iglesias ¿por qué no se la recomienda al presidente Nicolás Maduro para que la pruebe en Venezuela y mientras tanto nos deja en paz aquí?

Gabriel Tortella tiene en prensa un libro sobre Cataluña en España con Clara Eugenia Núñez, Gloria Quiroga y José Luis García Ruiz.