La nación española

El problema planteado por el Estatut no es la afirmación nacional de Cataluña, sino la negación de la nación española. Por eso los redactores se preocupan de algo tan insólito como definir qué es España y establecer «el principio de bilateralidad» en las relaciones con el Estado. De ese federalismo que según Maragall constituye la base del socialismo moderno, nada.

Una reciente entrevista de Pasqual Maragall permite apreciar el doble juego de que se sirve el político catalán para lograr que su proyecto adquiera un barniz de constitucionalidad. Por un lado, insiste una y otra vez en que considera España como una nación de naciones, lo cual le aproxima al juego de «nación» y «nacionalidades» que refleja el artículo 2 de la Ley Fundamental. «Nosotros somos una nación de naciones que tiene un Estado», define. Pero de inmediato añade que las «varias» naciones que lo integran son en número de «tres seguras, y alguna probable» (Abc, 6 de noviembre). Dado que en una reunión con partidos nacionalistas celebrada después del 30 de septiembre identificó a esas tres naciones como Cataluña, Euskadi y Galicia, la consecuencia no ofrece dudas. La plurinacionalidad corresponde en el caso español al Estado, de acuerdo con la caracterización fijada en el nuevo Estatuto: «Cataluña considera que España es un Estado plurinacional». Nunca en el articulado del Estatuto aparece España; siempre «Estado español». «Gozan de la condición política de catalanes los ciudadanos del Estado…» (artículo 7). La confusión se mantiene porque ni Maragall a título personal ni el proyecto de nuevo Estatuto rechazan ese marco estatal hispano, aun cuando en el segundo pueda ser dicho de Cataluña que «su espacio político y geográfico de referencia es la Unión Europea» (artículo 3). A diferencia del valle de Arán, que es «una realidad nacional occitana», España queda fuera de la lucha por ese título.

El problema planteado por el nou Estatut no es, pues, la afirmación nacional de Cataluña. Éste sería sólo un obstáculo formal perfectamente superable si la concepción del tema descansara sobre ese engarce entre naciones como la vasca o la catalana y el eje nacional español, en torno al cual está configurado el Estado-nación desde que la Constitución de Cádiz definiera su contenido en 1812. El problema reside en la negación que de hecho recae sobre la nación española. Por eso los redactores se preocupan de algo tan insólito como definir qué es España. La nación catalana queda entonces como un sujeto «singular», desligado por su supuesta historia y rasgos propios de cualquier otra entidad nacional. De ahí el postulado del derecho de autodeterminación (Cataluña puede «determinar libremente su futuro como pueblo»), a partir del cual, respecto del Estado, y en eso el proyecto es coherente, las relaciones políticas se establecen de acuerdo con «el principio de bilateralidad». De ese federalismo que según Maragall constituye la base del socialismo moderno, nada.

La declaración de que España no es una nación se encuentra ya en textos catalanistas de fines del siglo XIX y ha mantenido su vigencia entre nacionalistas radicales, y otros que no lo parecían tanto. Su presencia en medios académicos se vio reforzada por la publicación en 1990 de un artículo del historiador Borja de Riquer. A su juicio, la monarquía de los Borbones no habría logrado «integrar de forma eficaz los muy heterogéneos países hispánicos» -como si Alemania o Italia lo estuvieran entonces- y el proyecto de nación española fue posterior a la pérdida del imperio en América. Resultó un intento fallido. Consecuencia: «¿Se puede hacer historia de lo que no ha existido, de la ‘nación española’?». Respuesta obvia: «No se puede hacer mitología y pretender historiar lo que no fue, lo inexistente». En años sucesivos, la condena de la nación se hizo más matizada, sin alterar el papel jugado por el imperio, situando en las Cortes de Cádiz el acta de nacimiento de ese proyecto al fin fallido.

Quedaba por superar el obstáculo de esa guerra de Independencia que según la interpretación tópica fuera un estallido de resistencia nacional. La investigación de J. Álvarez Junco, hoy presidente del Centro de Estudios Constitucionales, pareció eliminarlo. «La lucha», diagnostica este autor en su Mater dolorosa, «no tuvo nada que ver con un intento de liberación e independencia nacional». Añade que nadie habría hablado de independencia hasta que el término surgió como eco de los procesos de independencia en América. La guerra de Independencia fue así una invención tardía y el «mito nacional» español emerge cuando «la soberanía nacional se convirtiera en el caballo de batalla de las primeras -y decisivas- sesiones del debate constitucional». Consciente o inconscientemente, la tesis catalanista recibía un respaldo más que estimable.

Sólo que los documentos dicen otra cosa. Hay una lucha armada que se autodefine de liberación y por la independencia desde el primer momento, y con esas palabras. A principios de junio de 1808, la Junta Suprema de Sevilla declara la guerra a Napoleón por la independencia y a partir de ese momento hay independencia hasta en la sopa. Luego de invención de la guerra de la Independencia, nada. El protagonista colectivo de la insurrección patriótica asume el nombre de nación, obviamente por la pluma de una minoría de ilustrados, y en nombre de la «soberanía nacional» exige una reforma política con la convocatoria de Cortes como eje. No es el debate en las Cortes lo que hace entrar en escena a la nación y a la soberanía nacional españolas; es la generalizada asunción de ambas lo que determina la convocatoria de Cortes. La Constitución procede de la nación española, y no a la inversa, surgiendo al mismo tiempo la imagen de su composición plural. Por algo la de Cádiz es la primera Constitución de la historia que precisa, y en su primer artículo, el contenido del Estado-nación, según advierte Miguel Artola. Más tarde, y con el desplome económico como telón de fondo, vinieron los estrangulamientos y las limitaciones en la construcción de la España liberal y en el proceso de construcción nacional. Pero la nación española no fue un invento de la revolución liberal. Lo explicó en su día Pierre Vilar: el nuevo régimen se establece en nuestro país coincidiendo con la desaparición de las precondiciones que lo hicieran posible. Y es la demostración de las limitaciones subsiguientes en el funcionamiento del Estado, visible en el doble episodio de la guerra de Cuba y del desastre ante Estados Unidos, lo que sirve de palanca al ascenso político de los nacientes movimientos catalán y vasco.

Más tarde, la modernización española a partir de la década de 1960 sentó por fin las bases económicas y culturales de una integración eficaz en el Estado-nación español. Sólo que a esas alturas, y con el franquismo creando la imagen aún vigente hoy de identificación entre nacionalismo catalán o vasco y progresismo, la consolidación de ambos movimientos era ya un hecho inevitable. Y ha sido precisamente el éxito de las dinámicas de construcción nacional en ambas comunidades, más la incidencia de ETA en un sentido de radicalización, lo que explica el doble reto que encarnan, cada uno a su modo, el proyecto de Estado asociado vasco y el nou Estatut, contra el orden constitucional de 1978. Aplicando el esquema interpretativo que Tocqueville planteara para la Revolución francesa, la alternativa al vigente Estado de las autonomías no es producto del fracaso ni de la miseria, sino de un sentimiento de insatisfacción en las élites catalanas y vascas que surge del mismo proceso de crecimiento y de afirmación nacional puesto en marcha a partir de la transición.

Ahora bien, una cosa es que una toma de posición política sea explicable, y otra que sea obligado comulgar sin más con sus planteamientos, en este caso verdaderas ruedas de molino consistentes en falsas evidencias. Su composición puede ser plurinacional, pero España no es una simple superestructura estatal que cubre una serie de realidades nacionales, como ocurriera con Yugoslavia y el Imperio austro-húngaro. La identidad hispánica cuenta con un larguísimo recorrido secular, desde el De laude Hispaniae de Isidoro de Sevilla y el lamento por «la pérdida de España» de la crónica mozárabe del año 754, lo cual en modo alguno significa que entonces existiera una nación española, como sin duda afirmarían nacionalistas vascos y catalanes si contaran con tales antecedentes, pero sí que esa identidad no es un invento del siglo XIX. Incluso los mitos nacionalistas románticos arrancan de atrás. En su reciente libro Las esencias patrias, Fernando Wulff nos recuerda la significación de la Numancia de Cervantes, recuperada por Alberti en la guerra civil, con una España personificada de protagonista, y de la Historia de España de Mariana. En torno a 1600, la conciencia de crisis económica propicia una presencia constante del sujeto España en las obras de arbitristas y literatos. El Imperio no está ausente, si bien para subrayar la cadena de dependencias: España como las Indias de Europa. No hay una suplantación de España por su imperio colonial, ni siquiera cuando en la Ilustración el periódico El Censor la denomine Cosmosia. De nuevo una conciencia aguda de los problemas, ahora culturales, políticos y económicos, vinculados a la problemática modernización, es lo que genera esa dimensión nacional que literalmente estalla en 1808.

El factor económico interviene en lo sucesivo a la hora de provocar estrangulamientos decisivos en la eficacia de los agentes de socialización (escuela y ejército), en la configuración del mercado nacional y de la política exterior, de manera que en el tránsito de la monarquía de agregación del Antiguo Régimen al Estado-nación las fracturas de éste abren paso a las alternativas de los nacionalismos. Las dobles identidades estaban ya consolidadas en el 800 y la federación -algo bien distinto de la confederación-, entonces como ahora, resulta la única fórmula viable de articulación democrática para España. Claro que también cabe emprender el camino de la disgregación y de las identidades únicas a que apuntan sin reservas los proyectos nacionalistas de Cataluña y de Euskadi.

Antonio Elorza, EL PAÍS, 21/11/2005