EL CORREO 17/06/13
LUIS HARANBURU ALTUNA
Los políticos vascos son muy dados a la complejidad y una muestra de ello lo estamos palpando con todo lo relacionado al final de ETA
Guillermo de Ockham fue un fraile franciscano que vivió en la primera mitad del siglo XIV. Era escocés pero murió en Munich tras estar preso en Avignon y ser procesado por el papa Juan XXII. Tal vez por su vocación franciscana Guillermo de Ockham amaba la sencillez y detestaba lo superfluo. Con su famosa navaja dialéctica cortó el cordón umbilical que unía a la ciencia con la teología. «Pluralitas non est ponenda sine neccesitate» o «la pluralidad no se debe postular sin necesidad», fue su lema. Guillermo de Ockham fue perseguido en vida y acabó siendo víctima de quienes tienen en la complejidad y en lo abstruso la salvaguarda de sus verdades. Umberto Eco realizó en su ‘El nombre de la rosa’ un cumplido homenaje de Ockham, recreando el personaje de Guillermo de Baskerville.
A la navaja de Ockham también se le conoce como el principio de parsimonia, que en nuestros días es normalmente interpretada como «cuanto más simple la explicación, mejor» o «no multiplicar las hipótesis innecesariamente». De algún modo podríamos oponer la filosofía minimalista y científica de Ockham al barroquismo teologal de los retóricos del dogma. La navaja de Ockham ha hecho fortuna en todas las disciplinas científicas y ha tenido especial incidencia en el campo de la física, la filosofía, la biología, la lingüística y la informática. Es precisamente en el campo de esta última disciplina donde ante la creciente complejidad de los equipos y los sistemas informáticos, se ha desarrollado el principio llamado KISS, ‘Keep It Simple, Stupid!’ (¡Mantenlo simple, estúpido!). Y es que la belleza y la utilidad de lo sencillo son superiores a lo complejo en razón de su economía y eficacia.
Desgraciadamente, es en el campo de la religión y de la política donde la navaja de Ockham tiene menos adeptos. La teología es un constructo fundamentalmente complejo y la política tiene en el eufuismo y en la retórica su peor vertiente. Parece como si la política necesitara, a veces, de la complejidad para esconder su desnuda impotencia y recurre entonces al barroquismo de las fórmulas y a la hipérbole de las palabras.
Los políticos vascos son muy dados a la complejidad y una muestra de ello la estamos palpando con todo lo relacionado al final de ETA y al ‘proceso’ subsiguiente que algunos pretenden mantener vivo y coleando. La paz es algo más que la paz, se nos dice. Es un ‘proceso’. En estos días hemos asistido a la puesta en obra de la compleja tramoya que supone la escenificación del abandono de la violencia por parte de ETA. Se ha intentado revivir el episodio de Aiete que hace año y medio sirvió para la puesta en escena del fin de la violencia. A los pocos días, esta vez en Londres, un ‘agente social’ presentaba a la sociedad internacional las bondades de nuestro ‘proceso’ de paz. Y en una secuencia perfectamente armonizada el lehendakari proclamaba, acto seguido, el Plan de Paz y Convivencia diseñado por su secretario para la paz y la convivencia. También, al hilo del ‘proceso’ los presuntos exiliados políticos vascos hacían público en Bayona el nombre de sus interlocutores para negociar con los Estados de Francia y España su regreso y ulterior contribución al ‘proceso’ de paz y convivencia de los vascos. Obviamos aquí la larga lista de relatores, conseguidores, mediadores y expertos internacionales que pululan por Euskadi amparados por los foros sociales y las distintas encomiendas que entienden en el complejo ‘proceso’, que intenta mantener viva la llama del conflicto inveterado y de la convivencia irredenta. ¡Lástima que Guillermo de Ockham no esté entre nosotros, para podar la barroca vegetación que crece en torno al simple hecho de que ETA ha sido vencida por el estado de derecho!
Porque esa es la realidad que durante el año y medio se ha impuesto ante los ojos de los ciudadanos vascos que se han limitado a tomar acta del cese de la violencia terrorista: ETA y la izquierda abertzale han optado por razones estratégicas, y no éticas ni morales, por abandonar la violencia como medio para lograr sus objetivos políticos. Es así de simple la realidad que algunos pretenden compleja y llena de matices. No deja de sorprender el que, en texto hecho público por Urkullu, se pretenda partir de la realidad para posteriormente empeñarse en la laboriosa y barroca configuración de 18 iniciativas y tres macroacuerdos que aspiran a regular el ‘proceso’ de paz y convivencia. Sorprende, más aún, que el foco de observación se amplíe hasta la guerra civil de 1936 e incluya al franquismo, tal vez con la implícita intención de diluir la responsabilidad histórica y política de la izquierda abertzale. Se trataría de lo que Martín Alonso ha calificado, con acierto, del despliegue del etnopacificismo.
El etnopacifismo, en efecto, consistiría en salvaguardar los principios ideológicos y políticos que están en el origen de la aberración terrorista y de los que ni ETA ni la izquierda abertzale han abjurado. En el plan de paz auspiciado por Lokarri y el actual titular del secretariado del Plan para la Paz y la Convivencia, no hay indicios de que los principios que han dado lugar al terrorismo de ETA hayan sido puestos en tela de juicio. Paz sí y convivencia, también, siempre que no se ponga a debate la perversión ideológica que ha dado lugar a 857 asesinatos, miles de heridos, centenares de extorsionados y toda una sociedad doliente y amputada de sus referencias morales y éticas.
Si Guillermo de Ockham reviviera por estos pagos, seguramente podaría con su navaja las liturgias, ingenierías e imposturas a los que la simple paz esta siendo sometida entre nosotros. Los de Gesto por la Paz se han esfumado tras constatar la ausencia del terror, sin embargo, otros cobran nuevos bríos para esgrimir las complejas e interesadas razones del etnopacifismo.