José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 7/10/12
Corría el 25 de septiembre del 2010 cuando Artur Mas describía al diario El País en una sustanciosa entrevista exactamente lo que está pasando en octubre del 2012. En aquel texto el president situaba en un 60% de los votantes la mayoría favorable necesaria para respaldar el derecho a decidir de los catalanes y obtener así «un futuro claro». Hoy por hoy, se da por hecho que la suma de votos que en el 25-N recibirán los partidos que apoyan una consulta de autodeterminación superará ese porcentaje. Igualmente, el pacto fiscal es una reclamación tan compartida que, según el sondeo de este diario publicado el pasado 11 de junio, el 80% de los consultados deseaba un concierto similar al del País Vasco. De manera que el logro de esas mayorías, que abrirían un «futuro claro» para Catalunya, parece seguro y hasta consolidado. ¿Por qué entonces Mas reitera la necesidad de otra mayoría «indestructible» que garantice una victoria holgada en las urnas? Sencillamente, porque el president está pensando en la mayoría absoluta que necesita CiU para conducir los itinerarios que se iniciarán después de las elecciones de noviembre.
La apuesta de CiU y, personalmente de Mas, consiste en convertir a la federación nacionalista en una fuerza hegemónica con una capacidad parlamentaria incontestable para controlar al milímetro dos procesos simultáneos: de una parte, el de la denominada transición nacional, y, de otra, la política de ajustes que permita una salida a la crisis económica. El Govern ha experimentado en estos dos últimos años que la geometría variable -inevitable por su mayoría relativa en el Parlament- causa graves contradicciones políticas (por ejemplo, su obligado entendimiento con el PPC) y la pérdida de autonomía en el planteamiento, ritmo y desarrollo de la aspiración nacional-estatal de Catalunya (por ejemplo, los necesarios acuerdos con la izquierda que representa ERC e ICV y el radical SI). El momento en que Mas y CiU observaron la oportunidad histórica de cabalgar hacia la hegemonía como presupuesto necesario de su proyecto global para Catalunya se produjo el 11 de septiembre pasado. Desde entonces, y rebasada la aspiración de un mero pacto fiscal con el Estado, el nacionalismo deslizó la centralidad de la política catalana hacia el soberanismo a lomos de una energía social transversal que localiza en la independencia del país una fórmula casi taumatúrgica para salir de la crisis mediante la evitación del llamado «expolio» español y para restañar las heridas sentimentales que la falta de reconocimiento a la plenitud nacional de Catalunya infligen el poder del Estado y la emulación de sus comunidades autónomas.
El discurso de Mas en el debate de política general ofreció todas las claves -unas explícitas, otras no tanto- de sus muy transparentes propósitos. Él está dispuesto a retirarse de la política cuando Catalunya logre sus objetivos nacionales, pero, advirtió, precisaría de una «fuerza especial». Se perfiló a sí mismo como un padre de la patria y como tal reclamó para su esfuerzo un apoyo que él ha acuñado como «indestructible», es decir, una mayoría absoluta que vertebre la transición nacional y en función de la cual CiU y su Govern dispongan de tanto cuanto margen sea necesario para la negociación de la consulta con el Estado, de la formulación literal de la pregunta que se sometería a la ciudadanía catalana y de la elección del momento para celebrar el referéndum. Y al mismo tiempo, tomar decisiones de política económico-social conforme a un modelo que responda a los criterios ideológicos de los programas de CDC y de UDC. La alternativa -es decir, la no obtención de una mayoría absoluta- implicaría una ralentización de los dos procesos que se han puesto en marcha en Catalunya y, acaso, un disenso insuperable en el seno del propio espectro nacionalista-independentista.
Este planteamiento de CiU resulta enteramente lógico y responde a un empirismo político contrastado. Si en coyunturas de inflexión como la de Catalunya no se produce una conducción política hegemónica -recuérdese la correlación de fuerzas en Escocia y en Quebec en 1980 y 1995- el escenario inmediato se complicaría de manera extraordinaria en el impulso de los procesos pendientes. Incluso para el Estado, una interlocución única y autosuficiente resultaría más operativa que otra atomizada. La clave de bóveda del arriesgado desafío de CiU -un desafío de doble dirección, hacia dentro de Catalunya y hacia España-consiste en el logro o no el 25-N de una mayoría absoluta holgada que, de momento, las encuestas no le atribuyen. El éxito está más allá de los 68 escaños en el Parlament. Un resultado menor apelaría al fracaso.
La calle se calienta
Hoy, el Barça-Madrid, equipos que en determinado imaginario colectivo serían como las selecciones de España y Catalunya, va a ser un acontecimiento repleto de riesgos. La enorme senyera que cubrirá los graderíos del Camp Nou es un gesto de extraordinario alcance que salta fervorosamente de lo deportivo a lo político. Habrá que tener tanto cuidado hoy como el día 12, fiesta nacional de España. En las redes sociales ya corren convocatorias de manifestaciones de sentido opuesto al de la Diada. El ambiente en la calle se espesa y está prendiendo una suerte de hostilidad peligrosa. Por muy pacíficamente que se planteen los divorcios, tienden a acabar en bronca. Cautela, pues nada ya es inocuo. Ni palabras, ni gestos. Porque las imprudencias se pagan.
50 catalanes en Madrid
Se presentó el 26 de septiembre en el Centro Cultural Blanquerna de Madrid el libro de Anabel Abril: Catalanes en Madrid. 50 miradas desde la Gran Vía. La periodista y fotógrafa catalana me pidió que oficiase de telonero y lo hice encantado ante un muy nutrido auditorio. En el libro –junto a fotografías de la Gran Vía– hay textos de Eugeni Gay, Emili Cuatrecasas, Antoni Llardén, Sílvia Marsó, Jordi Bosch, Isidre Fainé, Claudio Boada, Josep Maria Pou… que ofrecen su pálpito de la ciudad desde la vivencia de su catalanidad. Oportuno hasta la exactitud, el libro de Abril resulta en estos tiempos de obligada lectura. El día 16, presentación en Barcelona. Merece la pena, porque diluye la densidad ambiental y ofrece lo que falta: empatía y esfuerzo afectivo.
José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 7/10/12