Pedro Sanchez-El Confidencial
El Estado son todos los ciudadanos. Todos y ninguno. Pero la política lo ha convertido en un bien particular. Se desprecian valores que están por encima de la legítima pelea partidista
Ya hay pocas dudas de que una de las consecuencias políticas de la pandemia será un reforzamiento de lo público. En tiempos de penurias, como sostenía Kissinger, resurge la leyenda fundadora del Gobierno moderno. Es decir, «una ciudad amurallada protegida por poderosos gobernantes, a veces despóticos, otras veces benévolos, pero siempre lo suficientemente fuertes para proteger al pueblo de un enemigo externo».
La pandemia ha demostrado que las murallas de lo público eran frágiles. Muy frágiles. Es verdad que el gasto respecto del PIB se sitúa ahora en los países de la OCDE ligeramente por encima del 40% (1,4 puntos más que en 2007), y que la propia economía está sometida a ingentes disposiciones jurídicas que hacen que el mundo nunca haya estado tan regulado como hoy.
Es evidente que Estados muy poderosos en lo económico, en lo administrativo e, incluso, en lo militar, son hoy vulnerables ante la globalización
Pero es una evidencia que esos mismos Estados, tan poderosos en lo económico, en lo administrativo e, incluso, en lo militar, han demostrado una grandiosa vulnerabilidad ante la globalización y la proliferación de organismos supranacionales que los ha dejado inermes. O, al menos, seriamente indefensos ante un problema grave de salud pública como consecuencia de décadas de un modelo de crecimiento arrogante que ha arrinconado lo verdaderamente público en cuestiones esenciales, y que ha hecho añicos aquello que decía Kant cuando definía el Estado soberano desde un punto de vista jurídico-político: «El Estado como legislador es irreprensible, como ejecutor, irresistible y como juez, inapelable».
Esa naturaleza omnímoda del Estado —al menos en el plano teórico— tiene que ver con su propia legitimidad, y que, necesariamente, hay que vincular al funcionamiento de sus instituciones, que son las que garantizan la supervivencia temporal de determinados valores —siempre dinámicos— en función de sus respectivas especialidades. El Gobierno ejecuta las leyes, el legislativo las aprueba y el judicial las interpreta y aplica a la luz de las propias leyes que se ha concedido el pueblo. La vieja separación de poderes.
Las democracias contemporáneas, sin embargo, han tendido en las últimas décadas —no solo en España— a romper ese equilibrio en favor de los gobiernos, y eso explica la confusión, en la mayoría de los casos intencionada, entre Estado y Gobierno, cuya legitimación es completamente distinta. Mientras que el Estado representa unos valores que no decaen cuando se forma un nuevo Ejecutivo, el Gobierno es, por definición, y dado que está sometido a procesos electorales, inestable. Refleja en cada momento el sentimiento político de la opinión pública.
Mando único
El presidente Sánchez podría haber optado, desde que se desató la pandemia, por hacer políticas de Estado en el sentido más profundo del término, lo que hubiera obligado a compartir el poder. No lo hizo. Probablemente, por esa concepción autoritaria del poder, un viejo tic del franquismo que aún subsiste en la España política de hoy, que tiende a pensar que un mando único es más eficaz para resolver los problemas. Como si el resto de las administraciones públicas, plenamente integradas en el engranaje constitucional y que trabajan a pie de obra, no fueran tan Estado como la propia Administración central. Un razonamiento impropio en estados fuertemente descentralizados, como es el español.
Los gobiernos influyen, pero es el esfuerzo de muchas generaciones el que ha levantado hospitales, carreteras o la cobertura del paro
Sánchez, de hecho, es sus discursos de fin de semana, suele utilizar de manera indistinta y a veces confusa, Estado y Gobierno, como si fueran lo mismo.
Obviamente, por razones de interés partidista. Una especie de adanismo político, muy extendido en el ámbito del populismo, que le lleva a ignorar que es la propia naturaleza del Estado protector, un triunfo de la auténtica revolución liberal y, posteriormente, del contrato social posterior a 1945, lo que ha permitido y permite luchar contra el coronavirus.
Los gobiernos, obviamente, influyen de una manera determinante, para eso están las elecciones, pero es el esfuerzo común de muchas generaciones el que ha construido hospitales, carreteras, una cobertura decente del desempleo o rentas de inserción en las CCAA, sin duda insuficientes. O un sistema educativo capaz de atender las necesidades del Estado y de los propios ciudadanos ya desde los lejanos tiempos, hace más de un siglo y medio, de la vieja ley Moyano.
Orden y bienestar
Pablo Casado, por su parte, podría haber comprendido que ser el principal partido de la oposición, en unas circunstancias dramáticas como las actuales, no exige solo comportarse como una alternativa de Gobierno, sino que determinadas políticas deben escapar del rifirrafe parlamentario.
Lo que está en juego no es una pelea política, es una operación de acoso y derribo jugando con algo tan serio como es la deslegitimación del parlamento
Justamente, las políticas que transcienden del día a día, y que, en definitiva, consolidan y legitiman al Estado como el instrumento más adecuado para alcanzar determinados fines. Y que el coronel Ignacio Fuente, en la revista del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), ha definido con lucidez: «Los Estados modernos se crearon para proporcionar orden, bienestar económico y justicia, algo que los individuos no pueden asegurarse por sí mismos».
Ocurre justamente lo contrario cuando Casado opta por la ‘vía Cañizares’ para hacer oposición. Pagará caro no haber aislado políticamente a Vox, como se ha visto en las manifestaciones de este sábado. Su estrategia solo ayuda a debilitar al Estado, que hoy, en medio de una pandemia, es el verdadero bien a proteger porque su debilidad es la de todos.
La historia ha demostrado en muchas ocasiones que, a veces, los excesos en la crítica —sin duda necesaria porque es la esencia de la democracia— suponen una deslegitimación del poder conseguido en las urnas, lo cual puede liquidar la propia democracia.
El recurso permanente de pedir desde la oposición la dimisión del jefe de gobierno lo inició Alfonso Guerra contra Suárez, pero fue Aznar, cuando gobernaba González, quien lo convirtió en el centro de su estrategia. Casado la ha hecho suya sin ofrecer una alternativa y, lo que es peor, ha trasladado a la opinión pública la absurda idea de que si Sánchez se va —los gritos en las calles son elocuentes— se acaban los problemas.
Lo que está en juego no es una simple pelea política, es una operación de acoso y derribo jugando con algo tan serio como es la deslegitimación del propio sistema parlamentario que, guste o no, dio sus resultados después de una doble cita electoral.
Es por eso paradójico que tanto el PSOE, en el Gobierno, como el PP, en la oposición, frivolicen con la idea de que son ‘partidos de Estado’, cuando en realidad, en la mayoría de las ocasiones, deberían decir ‘partidos de Gobierno’. De otra manera no se entiende la bilis política, el rencor y hasta la mala leche que desprenden muchos de sus dirigentes cuyo origen, aunque intenten disimularlo, es muy anterior al virus. Es una patología política que se ha vuelto crónica.
Apropiación obscena
Mucho antes de que apareciera la pandemia —solo hay que ver los diarios de sesiones de entonces— el clima político era ya irrespirable, lo que indica que hay un mar de fondo en la política española que tiene que ver con esa apropiación obscena del Estado. En definitiva, el célebre: ‘El Estado soy yo’, más propio del absolutismo que de sistemas parlamentarios en los que el poder se comparte. Estando en la oposición y estando en el Gobierno.
Se olvida que tanto el poder como el dinero, que decía el primer Feijóo, no el presidente gallego, tienen una naturaleza demoníaca porque ofrecen ocasiones fáciles para que las pasiones humanas se desborden. Y donde interviene la pasión se inhibe la razón, que recordó en alguna ocasión el profesor Sánchez Agesta.