LIBERTAD DIGITAL – 24/02/16 – JESÚS LAÍNZ
· No, no se trata del Partido Popular aunque haya demostrado que es perfectamente capaz de perder un gobierno asentado en una mayoría absoluta simplemente por haberse evidenciado que se trata de una asociación política repleta de gentuza con corbatas fosforescentes. Pero el que merezca sobradamente el remoquete de Partido Pa’pillar no deja de ser anecdótico puesto que ni ese ni ningún otro partido tienen el robo como objetivo estatutario ni como elemento esencial de su naturaleza ideológica.
Mediante el adecuado funcionamiento del Estado de Derecho –lo que, no queda más remedio que admitirlo, quizá sea demasiado pedir en nuestro pícaro país– los chorizos de ese partido, y de cualquier otro, podrían ser barridos con facilidad y dichos partidos podrían seguir operando en política con normalidad y honradez. Asunto muy distinto es si las consecuencias de la aplicación de su ideario serían beneficiosas o perniciosas, pero eso es ajeno por completo al número de mangantes por metro cuadrado que sesteen en sus oficinas.
Lo verdaderamente grave de un partido político es que su ideología conduzca a la catástrofe de la sociedad, independientemente del número, grande o pequeño, de billetes que sus dirigentes se embolsen por el camino. Y ése es el caso de su gran rival, el Partido Socialista, tanto por su carga histórica como por sus planteamientos ideológicos.
En cuanto a la primera, el PSOE, mucho más que ningún otro partido, consiguió que la Segunda República, régimen ansiado por buena parte de una España harta de la parálisis de la monarquía borbónica, se hundiese, no por los enemigos externos, como dice la leyenda, sino por sus propias taras. La primera de ellas, el asco que la izquierda española siente por su propia nación. Un ejemplo entre mil: en 1932 Valle-Inclán fue nombrado conservador del Patrimonio Artístico Nacional.
Entusiasmado, puso manos a la obra para conservar y promover el maravilloso patrimonio artístico español, buena parte del cual había servido hasta entonces sólo para el uso y disfrute de la familia real. Pero no tardó ni tres meses en denunciar que muchos tesoros artísticos estaban siendo dilapidados por unos gobernantes republicanos que los malvendían a anticuarios extranjeros en su propio beneficio. Y declaró que «los hombres que hoy conducen la República carecen de toda norma artística y no se les conoce apego alguno a las tradiciones nacionales, que son vida e historia». Dimitió, pues, de su cargo, y no tardó mucho en denunciar que «España está sufriendo la dictadura socialista».
Pero la principal tara de la Segunda República consistió en que el culpable de su voladura no fue ningún partido antirrepublicano desde fuera, sino el PSOE desde dentro. El bueno de Julián Besteiro no paró de denunciar el creciente bolchevismo de Prieto, Largo Caballero y los suyos, se opuso al golpe de octubre del 34 y, mientras que los culpables de todo corrían como liebres ante la llegada de las tropas de Franco, mantuvo su dignidad hasta su muy amargo y muy injusto final. Su compañero de bando Salvador de Madriaga fue clarísimo: «El alzamiento de 1934 es imperdonable (…) Todo el mundo sabía que los socialistas de Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931 (…) Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936».
Igual de claro fue el presidente de la República en el exilio, Claudio Sánchez-Albornoz, al declarar que «la revolución de octubre, lo he dicho y lo he escrito muchas veces, acabó con la República» y señalar con nombres y apellidos al principal culpable de la Guerra Civil: Francisco Largo Caballero. Por supuesto, para borrar todo esto diseñó el PSOE la Ley de Memoria Histórica, cuyas odiosas consecuencias de reescritura sectaria e hipócrita de la historia seguimos sufriendo todos los días.
La otra gran culpa del PSOE son unos planteamientos ideológicos cuya única consecuencia posible es el suicidio de la nación que, paradójicamente, aspira a gobernar. Para explicarlos, dejemos la palabra a un muy autorizado izquierdista, Fernando Savater. Pues, en el ya lejano 2004, acusó a la que denominó «izquierda lerda» de haber logrado que «cualquier invocación al pluralismo, aunque sea por motivos caciquiles, es considerada progresista, mientras que recordar la unidad de España resulta fascismo de mal gusto. Éste es el gran fraude ideológico, educativo y político de nuestra democracia: y el origen de la principal amenaza que pesa actualmente sobre ella».
Efectivamente, Savater acusó a la izquierda de haber elaborado «la coartada progresista para el nacionalismo». Y si esto se podía decir del PSOE dirigido por el memorable ZP, lo mismo puede decirse, doce años después, del PSOE de Pedro Sánchez. Pues la izquierda se caracteriza por su imposibilidad para la autocrítica. No hay experiencia ni argumento que valga. Por eso el PSOE no parará de dar la razón a los separatistas, de satisfacer sus caprichos, de comprender sus reivindicaciones, de poner el ordenamiento constitucional patas arriba convencido de que centrifugando un poco más España se convertirá a los separatistas en buenos patriotas, y, por supuesto, de aliarse con ellos, tanto en su versión original como en esa versión Caballo de Troya llamada Podemos. Y si no sucede en esta legislatura, sucederá en la siguiente.
Mientras el PSOE siga existiendo y no surja con contundencia un partido izquierdista no guerracivilista y no filoseparatista, España no tendrá remedio.
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