Luis Ventoso-ABC

China quiere salir de esta crisis como un ejemplo para el mundo

La bruma sigue envolviendo el origen del Covid-19. Tanto el SARS de 2003 como el actual virus han tenido su origen en China. En relación al que hoy acongoja a todo el planeta, el Gobierno chino comunicó el primer caso a la OMS el pasado 31 de diciembre. Se habría registrado en un mercado de alimentación de Wuhan, ciudad de once millones de habitantes, capital de la provincia de Hubei, en el centro del país. Sin embargo, el periódico «South China Morning Post», importante medio en inglés editado en Hong Kong, fundado en 1903 y hoy propiedad del coloso chino Alibaba, asegura haber accedido a informes oficiales que recogían un contagio por el coronavirus en fecha tan temprana como el

17 de noviembre.

El 30 de diciembre, el oftalmólogo Li Wenliang alertó a sus colegas en un chat sobre la nueva enfermedad. Las autoridades del régimen controlan férreamente las redes y el médico fue llevado a comisaría, donde le obligaron a firmar que había divulgado informaciones tendenciosas. Li, hoy un héroe por su temprano aviso, murió de coronavirus el 6 de febrero. El Gobierno chino se vio forzado a cerrar Wuhan el 23 de enero. Cinco días después, un ciudadano alemán se convierte en el primer europeo contagiado, tras una reunión en Baviera con una ejecutiva llegada de China. Y es que cuando el coronavirus ya galopaba, los nacionales del país de origen de la enfermedad seguían viajando sin cortapisas por el mundo.

Estados Unidos y China se han pasado los últimos dos años enzarzados en una guerra comercial, que nos ha dañado a todos. En realidad disputan una liza titánica por la hemegonía mundial, que por demografía y laboriosidad probablemente ganarán los chinos, llamados a ser pronto la primera potencia (aunque en contra de lo que creen, los lastra el talón de Aquiles de la falta de libertades). El coronavirus debería haber unido a las dos potencias contra la pandemia y el suicidio económico que hemos organizado. Pero ha acabado convirtiéndose en parte de su gran batalla de propaganda. Trump habla del «virus chino» y algunos congresistas insinúan que todo pudo haber empezado en el enorme laboratorio estatal de virología ubicado en Wuhan. China, por su parte, trata de lavar su imagen apresuradamente. Ha expulsado a los corresponsales de los tres mayores diarios estadounidenses, para que no cuenten qué ocurre allí. Se ha inventado una patochada -a la que ha dado pábulo el propio ministro de Exteriores-, que sostiene que el virus fue llevado a Wuhan por soldados de EE. UU., que participaron en una competición deportiva allí. Ha culpado hasta al pobre pangolín, que no pintaba nada. Y, sobre todo, ha lanzado una enorme operación de imagen, presentándose como el filántropo universal. También se jacta de que su sistema -una dictadura- ha resultado más eficaz contra la epidemia que las democracias (lo cual no es cierto, pues Corea del Sur o Japón lo han hecho mejor). Puede que la campaña de relaciones públicas les funcione y emerjan reforzados de un problema nacido en sus entrañas. Trump, por desgracia, ha renunciado a defender los valores del mundo libre, huérfano de liderazgo.