KEPA AULESTIA.EL CORREO

Los recibimientos locales y más o menos espontáneos hacia los presos de ETA que van quedando en libertad han alcanzado estos días una dimensión inesperada en torno a Henri Parot. Un activista deslocalizado cuya hoja de servicios a la causa etarra acompleja por su brutalidad y persistencia a cientos de militantes pasajeros y a miles de aplaudidores que dudan entre tratarlo como un demente incapaz de valorar la economía violenta de la banda, o como un titán libre de hipotecas personales entregado totalmente a una causa que debería resultarle más distante. Frantz Fanon no pudo tenerle en cuenta al escribir ‘Los condenados de la tierra’. Un joven ‘pied noir’ nacido en Argel y devuelto a la metrópoli vascofrancesa, dispuesto a emular sobre suelo español lo peor de lo que narran las crónicas argelinas. Lo peor que hicieron las fuerzas francesas y las de liberación. Parot cree tener derecho a que aquellos en cuyo nombre y en su sustitución asesinó sin piedad le pongan una calle. Y estos se sienten obligados a homenajear una entrega que les permitió ahorrarse sacrificios en familias que nunca salieron de su valle.

Cabe preguntarse quién necesita más el homenaje y en qué medida. El homenajeado o los homenajeadores. El homenajeado necesita dar sentido a su existencia pasada, especialmente después de la desaparición de ETA. El arrepentimiento podría formar parte de esa confesión, tratando de dignificar al final el sinsentido cruel de una trayectoria insalvable. Pero no es preciso mucho trabajo de campo para constatar que un momento de gloria por el pueblo, terminando con una cena entre entusiastas, facilita el tránsito a esa otra vida que el homenajeado espera beatífica, aunque nunca llega a serlo más allá del mes siguiente al ‘ongi etorri’. Los verdaderos beneficiarios del homenaje son los homenajeadores. Los de cierta edad tratando de reconocerse en un pasado que en realidad no protagonizaron al límite; los de mediana edad simulando durante un par de horas ser discípulos de un apóstol al que no tienen en especial consideración; los más jóvenes, defraudados porque el viraje estratégico de ‘la organización’ les ha impedido siquiera crecerse en la lucha, vitoreando a un recién salido de la cárcel del que no quieren saber nada.

Se trata, en el fondo, de un ritual de olvido. De dilución colectiva en cuanto a culpas y responsabilidades. Las sentencias judiciales no pesan nada. Las víctimas directas nunca aparecen en escena. Si acaso asoma alguna mención al daño genéricamente causado. Todo con tal de no admitir en ningún caso que los condenados de la tierra son los asesinados.