Ignacio Camacho-ABC
- Ninguna promesa sobre pactos tiene crédito desde que Sánchez recuperó en 48 horas el sueño que le quitaba Podemos
En una de las declaraciones más cínicas que se haya podido jamás oír a un político, François Mitterrand dijo en cierta ocasión, para justificar el pragmatismo del poder, que las promesas electorales sólo vinculan a los que se las creen. Le faltó añadir, aunque probablemente lo pensaba, que a esos cándidos ciudadanos proclives a confiar en la palabra de sus líderes como en un vínculo moral clave para la integridad democrática. Más allá de su impúdica franqueza, sin embargo, el viejo zorro francés advertía con un cierto sesgo crítico y amargo sobre la idealización de la función representativa, sometida en la realidad a conflictos de intereses que a menudo suponen de facto una limitación de la soberanía y que él,
desde su prepotente cesarismo, se encargaba de administrar a su conveniencia y medida. Si esto ocurría en los años ochenta, cuando el bipartidismo de la posguerra aún disfrutaba de una hegemonía capaz de proporcionar a las sociedades occidentales una estabilidad fructífera, cabe imaginar la depreciación del sentido del compromiso tras la implosión del sistema y el cambio de paradigma ético provocado por la acometida populista. Ya no se trata de la mera impunidad de los incumplimientos, sino de la institucionalización de la mentira.
Desde que Pedro Sánchez se curó en 48 horas del insomnio que le producía la simple idea de gobernar con Podemos, cualquier discurso de campaña carece de valor hasta para el votante más ingenuo. Produce hasta pereza intelectual preguntar a un candidato sobre su disposición a futuros pactos, y no digamos escuchar la respuesta fijada de antemano en las consignas de argumentario. Oír cómo Illa, por ejemplo, niega con aparente convicción el acuerdo con los independentistas que constituye su principal encargo, o cómo Junqueras -que ya no se opone a recibir el indulto, acabáramos- le otorga «cero posibilidades» a esa alianza impostando ese tono suyo de curial vaticano. Todo el mundo sabe que si los números cuadran sucederá lo contrario, y la mayoría de los electores de ambos no sólo lo desea sino que lo da por descontado y está dispuesta a absolver el engaño como un convencionalismo rutinario. Quien se lo crea será, como sugería Mitterrand, un pardillo, un iluso aferrado a los viejos códigos de lealtad a los contratos.
Los gurús electorales han aprendido, porque ellos mismos estimulan el fenómeno, que las emociones han sustituido como factor de decisión del voto a las ideologías y por supuesto a los programas. Prevalecen los sentimientos, el arraigo de una conciencia biográfica autoconstruida sobre percepciones identitarias. Y eso tiene mucha más fuerza de atracción y de persuasión que la palabra, reducida ahora a una vulgar herramienta de agitación y propaganda. Un instrumento efímero de usar y tirar que si se rompe no pasa nada porque ha dejado de servir como base de una relación de confianza.