La palabra maldita

Ignacio Camacho-ABC

  • La nueva avalancha es inmune a la propaganda. Con o sin confinamiento, la única opción inviable es no hacer nada

Existe ahora mismo entre los llamados «expertos» -médicos, epidemiólogos, virólogos y profesionales sanitarios en general- un amplio consenso fácilmente constatable sobre la necesidad de un nuevo confinamiento, pese al aura maldita que orla el término. Un encierro más o menos breve, más o menos severo, para frenar la creciente saturación de los hospitales antes de que desemboque en una cifra (más) insoportable de muertos. Algunas autonomías, la última de ellas Andalucía, reclaman ya de forma abierta al Gobierno que lo decrete o les facilite instrumentos legales para aplicarlo en sus territorios. El Ejecutivo se resiste por dos motivos, uno político y otro económico. El segundo es comprensible porque el tejido productivo sufriría un segundo impacto catastrófico. El primero, en cambio,responde a cálculos menos obvios: además de albergar dudas sobre la respuesta de una población muy castigada y susceptible, Moncloa sabe que otra cuarentena tumbaría su política de autobombo y que el ministro-candidato Illa quedaría quemado demasiado pronto como responsable de un fracaso clamoroso. Pero tendrá que hacer algo más que transferir el brusco rebrote del contagio a la conducta imprudente de los ciudadanos. Ese intento no va a funcionar pues, aunque el argumento no sea del todo infundado, soslaya la responsabilidad pasiva de quien solicitó y obtuvo poderes excepcionales para renunciar luego a ejercer el mando.

Esa dejación deliberada, meramente táctica, ha provocado que a Sánchez le queme ahora en las manos el estado de alarma. Con la epidemia descontrolada en todo el país no puede seguir invocando la co-gobernanza, máxime si continúa negándose a dotar a las comunidades de las herramientas adecuadas. La clausura completa tal vez resulte una mala idea, por contraproducente o por innecesaria, pero se va a hacer imprescindible implantarla en algunas regiones, municipios o comarcas antes de que las UCI queden colapsadas. Y fue el presidente quien se comprometió a ello si las autoridades territoriales se lo reclamaban. Algunas han cometido la ingenuidad de tomarle la palabra: almas cándidas que en su bendita confianza ignoran la fábula del escorpión y la rana.

De un modo u otro, la realidad estrecha cada día el margen del absentismo mientras los portavoces del Ministerio de Sanidad recitan como locutores impávidos las cifras de enfermos y fallecidos. El aparato asistencial está obstruido por la avalancha de pacientes y la campaña de vacunación sufre un bloqueo logístico, agravado por la nieve y el frío, que requiere un impulso expeditivo. La nación contempla asombrada cómo el escenario anunciado y temido se ha presentado en ausencia de planes previstos. Se acaba el tiempo; con confinamiento o sin él, la única opción inviable ante la amenaza es no hacer nada. Y es la que ha tomado un Gobierno empeñado en combatir el virus a base de propaganda.