Ignacio Camacho-ABC
- Falta conciencia social de la amenaza porque la propaganda ha escamoteado la percepción de la intensidad del drama
Si pudiésemos ver el virus no saldríamos a la calle. Ciertos vídeos de procedencia extranjera lo simulan con figuraciones espeluznantes para que la gente tome conciencia de lo que puede significar un comportamiento irresponsable. De un modo menos tétrico, un experimento japonés mostró la transmisión que se producía en un bufé embadurnando con pintura reflectante la mano de uno solo de los comensales. La ausencia de un sentido real del peligro, incrementada por el natural deseo de libertad que ha invadido avenidas y parques, inquieta a los profesionales sanitarios que temen un nuevo desparrame a medida que el desconfinamiento vaya avanzando de fases. Hace falta una pedagogía institucional para sensibilizar a la población sobre los riesgos letales de precipitar la normalidad recuperando los hábitos de antes. Y esa didáctica social, en la era de la cultura audiovisual y publicitaria, sólo es posible a través de la imagen.
Pero la cruda realidad de la pandemia no es compatible con la mentalidad indolora de un Gobierno que pretende mantener a los ciudadanos bajo la ficción tranquilizadora de su proteccionismo benéfico. El relato oficialista, divulgado a través de las televisiones, ha omitido las evidencias del sufrimiento para mostrar una nación solidaria, alegre y motivada en un largo encierro de familias que bailaban en los balcones y se descubrían un inédito talento culinario y pastelero. Hemos visto las fosas comunes de Nueva York, la angustia de una Lombardía atestada de féretros y hasta el espanto de los enterramientos masivos en lejanos bancales brasileños, mientras el presidente y el vicepresidente de España eran incapaces de visitar enfermos o de tener un gesto de luto simbólico por nuestros millares de muertos. El despliegue apocalíptico con que se nos ha retratado el desastre climático, la verista y acojonativa truculencia con que se ha recreado la impactante dureza de los accidentes de tráfico o la desoladora visión de los naufragios de migrantes en la travesía del Mediterráneo contrastan con la absoluta ausencia de un retrato del colapso de las UCI, del caos de los hospitales o de la hecatombe en las residencias de ancianos. Las autoridades han puesto sumo cuidado en evitar que ese panorama trágico se asociase en el subconsciente colectivo con la evidencia de su fracaso, con el sainete de los test y las mascarillas, con las mentiras camufladas en la manipulación de datos del contagio.
Esa narrativa edulcorante, como de autoayuda paulocoelhiana, que ha presentado una sociedad uniforme y cohesionada bajo el efecto balsámico del estado de alarma, se vuelve contraproducente a la hora de mantener la tensión y la vigilancia. Porque sin la percepción objetiva del drama vivido no es posible hacerse una idea clara de la persistencia de la amenaza. Esto es lo que pasa cuando se sustituye la pedagogía por la propaganda.