Ignacio Torres Mur, EL CONFIDENCIAL 12/11/12
Debo comenzar este artículo confesando que no tengo ninguna fe en la llamada democracia directa, y que creo que la única democracia verdadera es la representativa, en la que los que toman las decisiones responden de ellas periódicamente, ante los ciudadanos, en procesos electorales verdaderamente libres, y no en las ceremonias de adoración al líder a las que tan acostumbrados nos tienen las repúblicas bananeras.
En esa escasa fe en la democracia directa acompaño al texto constitucional español, en el que están previstos, eso sí, diversos tipos de referéndum (de reforma constitucional, autonómicos, consultivos), pero que se fraguó en un momento en el que se tenía muy claro, mirando en el espejo de la práctica del franquismo y del gaullismo, que las consultas populares degeneran usualmente en plebiscitos, en los que es sencillo manejar a los electores para conseguir el resultado que quiere el que ostenta el poder. En los debates constituyentes, curiosamente, eran de esa opinión también los comunistas, que ahora muestran un entusiasmo por el referéndum digno de mejores causas. Entonces el entusiasta era don Manuel Fraga Iribarne.
Mi escasa fe se basa en la experiencia de los países democráticos de nuestro entorno, y no tiene que ver con la teoría de la institución –en principio muy respetable, puesto que se trata de que los ciudadanos decidan sobre los asuntos que les atañen prescindiendo de intermediarios– sino con una práctica plagada de manipulaciones. La realidad nos dice que es muy difícil, yo diría que prácticamente imposible, organizar un referéndum de modo que se den las condiciones de equilibrio necesarias para que al final nos encontremos con la verdadera expresión de la voluntad popular.
Los ingleses, maestros en esto de la democracia, pues no en vano la vienen practicando desde hace muchos años, se resistieron durante bastante tiempo a introducir la técnica en su entramado constitucional. Lo hicieron por primera vez en el supuesto de su ingreso en el entonces Mercado Común, cuestión en la que los dos grandes partidos estaban divididos internamente. Luego la han aplicado a diversos problemas, como la reforma del sistema electoral, o los procesos de devolución de poderes. Recientemente, como se sabe, han acordado utilizarla para el asunto de la posible independencia de Escocia.
Hay que destacar, sin embargo, que las condiciones de esas consultas son muy estrictas, sobre todo porque, formulada la pregunta, existe una absoluta paridad de medios entre los partidarios del sí o del no, cosa que ha brillado por su ausencia en la experiencia española, hasta el punto de haber convertido nuestros referendos en verdaderas farsas.
El primer problema, que nunca se resuelve bien porque es muy difícil hacerlo, es precisamente el de formular una pregunta que pueda contestarse de una manera sencilla, sí o no, y que no incline desde el principio a los electores por una solución u otra. En el debate del posible referéndum en Cataluña este punto complicado ha aparecido inmediatamente. El señor Mas pretende preguntar a los catalanes de manera que le sea fácil llevarse el gato al agua. La manipulación está servida. Los especialistas en el tema saben, además, que los electores tienden a votar en positivo, a favor del sí, como recuerdan bien los chilenos, cuando Pinochet se cuidó muy mucho de que para frenar su continuidad hubiera que votar que no. Esa vez la oposición logró superar el obstáculo, pero no sin una dura campaña.
Pero hay otras maneras de forzar un resultado. La principal, el control sistemático sobre los medios de propaganda y comunicación, de modo que no exista un equilibrio entre los defensores del sí y los del no. Solamente podría defenderse la validez absoluta de un proceso referendario si ambos tuvieran las mismas oportunidades en esos medios, así como una financiación exactamente igual, lo que no es un pequeño detalle, que ha sido muy cuidado en el Reino Unido. En otro caso nos encontramos con una lucha entre David y Goliat, en la que el gigante sale siempre vencedor, porque quien puede crear opinión con más facilidades, y además dispone de mayores recursos financieros, parte con una ventaja que será muy difícil de superar por sus contrincantes, que se encontraran en una situación similar a la del boxeador que pelea con un brazo atado a la espalda.
Resulta muy peligroso que en España se estén olvidando estas verdades elementales y se pretenda poner en manos del referéndum asuntos de un alto grado de complejidad, en los que nos jugamos nuestro futuro como nación. Es cierto que puedo haber cargado un poco las tintas en la crítica, y que la institución ha resultado útil en algunos países para desbloquear situaciones que los partidos no querían resolver (divorcio y aborto en Italia, por ejemplo), pero también lo es que se nota una tendencia generalizada a hacer una aplicación chapucera de la misma en nuestro país. Ese es el camino que conduce a convertirnos, si no lo somos ya, en una democracia de baja calidad. Creo que merece la pena que nos paremos a pensar un poco más despacio sobre el problema.
Pensar más despacio, y plantearnos unas cuantas cuestiones básicas para futuros referendos, y, especialmente, para la posible consulta en Cataluña. ¿Se va a hacer una pregunta clara, de modo que el ciudadano sepa que decide sobre la independencia, con todas sus implicaciones? ¿Se va a establecer un equilibrio, en los medios de comunicación nacionales y catalanes, entre ambas opciones? ¿Se va a facilitar una financiación suficiente, e igual, para defender tanto el sí como el no? Si no se hace esto, no estaremos ante una verdadera consulta popular sino ante un plebiscito, de esos que sirven para respaldar los delirios de grandeza del político de turno, pero que no son expresión verdadera de la voluntad del soberano, porque conviene que recordemos que la democracia tiene unas reglas muy estrictas, sin las que no podemos hablar de una democracia auténtica, sino de una astracanada, peor o mejor montada, pero astracanada al fin y al cabo.
Ignacio Torres Muro es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.
Ignacio Torres Mur, EL CONFIDENCIAL 12/11/12