FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Las circunstancias nos han obligado a combinar apoyo militar a Ucrania y diplomacia. No habrá paz posible mientras Putin se vea con ventaja, hay que obligarle a pactar

“Ucrania debe ganar la guerra, pero Rusia no puede perderla”. Este fue el enmarque con el que hace un par de años nos vimos arrastrados al peor conflicto bélico en territorio europeo desde la Segunda Guerra Mundial. También pueden darle la vuelta: “Rusia debe perder la guerra, pero Ucrania no puede ganarla”. Sea como fuere, nos encontramos ante una paradoja. Las guerras son conflictos de suma cero, uno pierde y otro gana, no se pueden tener las dos cosas a la vez. Y, sin embargo, es una formulación que refleja a la perfección la naturaleza aporética de los conflictos internacionales. Por un lado, está su dimensión normativa, claramente favorable a la posición ucrania. Ucrania debe ganar porque ha sido el país agredido, en total vulneración, además, de las normas del derecho internacional; por otro, la dimensión realista: si Rusia, en efecto, fuera a perder, con Ucrania recuperando todos los territorios que formalmente forman parte de su país, las consecuencias geopolíticas de la venganza de un Putin humillado serían devastadoras —recuerden las iniciales manifestaciones de Macron al respecto—. Sin excluir algún recurso a la desesperada a armas nucleares tácticas.

Pero no se dejen engañar, los defensores de la causa ucrania no se limitan a apoyar una causa justa, también ponderan consideraciones realistas. Una Rusia victoriosa no se quedaría en Ucrania; la insania de Putin, esta vez ebrio de poder y mando, le empujaría a seguir expandiéndose. O sea, que al final predominan consideraciones realistas. El poder manda, no la razón o la justicia. Y esto es lo que hace tan indigerible el momento histórico en el que estamos. Nos creíamos kantianos y de golpe nos vemos arrojados de nuevo a Hobbes, cuando no a Tucídides, creándonos no pocos quebraderos de cabeza. Entre otras cosas, porque, como suele ocurrir en los países democráticos, sirve para provocar una nueva fractura política. Como bien explicaba aquí Andrea Rizzi, no es entre belicistas y pacifistas, ni es tampoco la existente entre realistas y normativistas. Porque estos últimos caen en otra paradoja: cuanto más se inclinan por la defensa de la causa justa, por consideraciones morales, tanto más belicistas se ven obligados a ser. El apoyo militar a Ucrania deviene en la prioridad absoluta.

Creo que las circunstancias nos han obligado a combinar ambas dimensiones, apoyo militar a Ucrania y diplomacia. Dada la naturaleza del adversario, no habrá paz posible mientras Putin se vea con ventaja, hay que obligarle a pactar. La fractura política de la que antes hablaba gira en torno a la cuantía y los medios que hemos de poner a disposición de Zelenski o, en el caso de abrirse las negociaciones, hasta dónde habría que llegar en la cesión de territorio ucranio a favor de Rusia. No es entre guerra y paz, sino entre cómo hemos de llevar la guerra y qué estamos dispuestos a sacrificar para alcanzar la paz. Nadie en Europa cree en serio que en la conveniencia de apaciguar a Putin. No habrá una salida “impecable” a este conflicto.

De lo que hemos de ser bien conscientes, sin embargo, es que el sabernos presos de dilemas políticos de esta entidad no debería acallar o aminorar el escándalo que nos provoca este horror. Es algo que deberíamos negarnos a normalizar y por lo que siguen siendo bienvenidas las voces pacifistas. Al menos nos recuerdan, como decía el viejo Montaigne, que “la guerra es el fundamento último de nuestra imbecilidad y nuestra imperfección”. Si las silenciamos es cuando de verdad habrá acabado venciendo el espíritu de Putin.