La pasión cismática del PNV

 

La preocupación de Imaz es que el PNV deje de hacer la política que interesa a ETA, porque arriesga perder la hegemonía nacionalista. Imaz no ha propuesto abandonar el soberanismo: el problema es la oportunidad. Mientras el PNV siga siendo soberanista, las propuestas moderadas de Imaz sólo serán otro aplazamiento a entrar en el fondo del asunto: el nacionalismo étnico.

Entre los partidos históricos españoles, el PNV es con diferencia el más inclinado a resolver sus conflictos internos mediante escisiones que disputan por la pureza y adecuación de su doctrina. No parece que se trate de un fenómeno casual, sino la consecuencia de sus peculiaridades fundacionales, que siguen intactas. En efecto, el PNV nació con rasgos más propios de una comunidad de creyentes en una religión política, guiados por un fundador visionario y profético, que de un partido político al uso. El PNV, que pretendía representar a la totalidad del pueblo vasco mediante la eliminación o marginación de las minorías no nacionalistas, introdujo un cisma étnico en la sociedad vasca, dividida de modo tajante por ellos entre abertzales y españolistas, vascos puros y mestizos o maquetos, y en fin, entre vascos patriotas como deben ser y los otros, degenerados, falsos o inasimilables. Hay una enorme violencia latente en esa concepción étnica extremista y alucinada, y el propio partido que la sostiene acaba siendo cada cierto tiempo víctima de la propensión cismática. Porque también dentro del PNV aparecieron muy pronto verdaderos jeltzailes (los creyentes en “jel”: Dios y la Ley Vieja según Sabino Arana) enfrentados a los acusados de falsos, heréticos o traidores. En realidad, casi el primer acto administrativo del fundador fue purgar la primitiva comunidad nacionalista de adherentes impuros o de poco fuste, y sus seguidores han continuado la manía hasta el día de hoy.

El problema estriba en separar el nacionalismo auténtico del otro. El propio Sabino Arana comenzó a pergeñar durante sus últimos meses de vida un extraño cisma, provisionalmente bautizado Partido Españolista, causa de gran zozobra entre sus seguidores, que prefieren ignorar este episodio oscuro de su historia. La muerte del fundador resolvió la cuestión, pero en 1921 el PNV pasó por su primer gran cisma en dos grupos rivales, el PNV “aberriano” radical de Eli Gallastegui, y Comunión Nacionalista Vasca, más convencional y autonomista. Volvieron a reagruparse nueve años más tarde, recuperando el nombre común original, pero no sin experimentar el desgajamiento de ANV, las siglas históricas ahora al servicio de ETA. La propia banda terrorista nació de Ekin, un grupo juvenil desgajado de EGI, las juventudes del PNV, y ya en la transición se produjo la ruptura entre los seguidores de Garaikoetxea y los de Arzalluz. Los del primero fundaron EA en 1986, organización de tan escasa divergencia ideológica que puede coaligarse con el partido madre y gobernar con éste en el tripartito de Ibarretxe sin mayores problemas que los causados por el reparto del botín. Las diferencias entre ellos son más personales que otra cosa, lo que naturalmente las agrava en vez de minimizarlas. Han pasado 21 años de este cisma, y el PNV parece prepararse para otro nuevo.

El cisma de 1986, de cuyos odios desatados no se ha recuperado todavía la comunidad nacionalista, se gestó en el choque entre el lehendakari Carlos Garaikoetxea y el presidente del PNV, Xabier Arzalluz, por la cuestión de quién mandaba en las instituciones vascas, si sus titulares o los órganos del partido. La peculiar bicefalia del PNV, origen de no poca confusión, provoca situaciones insólitas que otros han resuelto por la vía de un presidencialismo más o menos confeso, haciendo que el liderazgo del partido sea condición indispensable para aspirar al liderazgo del gobierno (un principio que la carrera de José Luís Rodríguez Zapatero ilustra como ninguna). Sin embargo, no es que sea un partido menos “presidencialista” que los otros o más sometido a una dirección colegiada y una vida interna más democrática, como he oído a algunos optimistas, sino que más bien es un partido donde el liderazgo carismático interno y la misión mesiánica del PNV acaban imponiéndose a las instituciones, transformadas naturalmente en órganos a su servicio. Es la razón de que, por ejemplo, el presidente del gobierno vasco deba estar supeditado al del partido.

El conflicto entre quienes dirigen el partido y quienes están en las instituciones se ha hecho recurrente. El choque entre Imaz e Ibarretxe ha sido anticipado por la lucha soterrada dentro del PNV guipuzcoano entre los pragmáticos seguidores de Imaz, al frente de la diputación foral, y los soberanistas de Eguibar, al frente del partido. La tensión llegó tan lejos que los primeros, para desacreditar a los segundos, filtraron a los medios de comunicación la noticia de que los hombres de Eguibar robaban en la hacienda foral o estaban involucrados en operaciones de fulgurante enriquecimiento inmobiliario. El PNV se hacía la oposición a sí mismo a riesgo de despedazarse por su pasión cismática, causada por su carácter de secta portadora de una religión política intransigente. Pero esta vez el partido pagó un alto precio en votos en las elecciones locales, encendiendo las luces de alarma en el puente de mando que ocupa Imaz.

La tensión irresuelta entre la necesidad de hacer la política moderada y realista de un partido de orden y la estrategia insurreccional de un movimiento nacional en marcha está en el origen de esa curiosa bicefalia. Mientras el partido se reserva para sí mantener las esencias inmutables del aranismo, el gobierno que forma el partido debe hacer una gestión convencional que choca con aquéllas. Pero ahora es Imaz quien defiende la política realista que se espera del lehendakari de turno, mientras que Ibarretxe abandera el movimiento nacional insurgente, que incluye a ETA. Desplazamiento agravado por el hecho de que Imaz ganó por muy poco la presidencia, mientras que Ibarretxe salvó al partido de la debacle del 2001 frente al ascenso constitucionalista.

La preocupación fundamental de Imaz era y es que el PNV deje de hacer la política que interesa a ETA, porque arriesga perder la hegemonía nacionalista en beneficio de los terroristas y de su brazo político, verdaderamente comprometidos con la ortodoxia independentista. Es lo que acabará por ocurrir si Ibarretxe prosigue con sus planes demenciales. Obsérvese que Imaz no ha propuesto al PNV abandonar el soberanismo, que es la afirmación de que el “derecho a decidir” (la autodeterminación) está por encima de cualquier otro principio: el problema es la oportunidad, el momento táctico. Pues mientras el PNV siga siendo soberanista, o lo que es lo mismo, fiel a la doctrina cismática de Sabino Arana, las propuestas moderadas de Imaz sólo serán otro aplazamiento para eludir entrar en el fondo del asunto: el horrendo nacionalismo étnico. Es improbable que su partido le deje progresar en esta dirección. Imaz y sus seguidores pueden estar abocados a romper con los de Ibarretxe y Eguibar. Sería una buena noticia, porque la solución del desafío perpetuo del nacionalismo vasco contra la democracia española no vendrá de la improbable victoria de Imaz, sino del debilitamiento del PNV.

Carlos Martínez Gorriarán en su blog, 17/7/2007