Ignacio Varela-El Confidencial
- No se trata tan solo de disponer de una mayoría de magistrados en su órbita ideológica, sino de hacer ostentación de ello
Además del heroico acto, de asombrosa intrepidez política y personal, consistente en sacar a un muerto de su tumba, montarlo en un helicóptero y enterrarlo de nuevo unos kilómetros más allá, Pedro Sánchez pasará a la historia de España, y no precisamente a sus páginas más nobles, por unas cuantas cosas más. Entre ellas, hacer mangas y capirotes con el espíritu de la Constitución que prometió defender y a la que no ha cesado de ofender hasta conducir el país a un estado de desorden institucional generalizado.
No hay que dar por concluido el capítulo de los desmanes: a lo largo del año electoral 2023 aún hemos de ver grandes cosas en la lucha de un político acreditadamente tóxico por conservar y expandir su poder personal. Tendencialmente, su escenario ideal sería terminar haciendo con el Estado lo mismo que ha hecho con su partido, aunque es obvio que no lo logrará porque los mecanismos de autodefensa del Estado democrático son mucho más poderosos que los de un partido que se ha dejado desalmar sin emitir una queja.
A este zafarrancho institucional han contribuido eficazmente, además de la sed de poder irrestricto de Sánchez, la transparente vocación subversiva de sus aliados, la mezquindad reactiva de la oposición y la insensibilidad de la sociedad española hacia estos asuntos, de los que nadie parece preocuparse seriamente hasta que la avería sistémica deviene irreparable. En el núcleo de la bronca siempre estuvo la obsesión por el control político del Tribunal Constitucional, que es la pieza maestra del sistema de garantías que nos ampara. La escandalera sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial fue, mayormente, un señuelo, la liebre falsa. En cuanto consume su propósito de hacerse con una mayoría consistente en el Constitucional, poniendo al mando a un gendarme de toda confianza como Conde-Pumpido (flanqueado por los dos centuriones del sanchismo designados ayer), Sánchez no tendrá ningún problema en que termine la legislatura con un CGPJ caducado y maniatado
El Tribunal Constitucional no es un órgano del poder judicial, ni una prolongación del legislativo, ni un instrumento del ejecutivo, aunque todos ellos intervienen en su composición. Es quien pone a todos en orden y fija los límites que no se deben sobrepasar. El único que puede suspender actos de los gobiernos, anular sentencias de los tribunales o dejar sin efecto leyes aprobadas en un Parlamento. El que ampara en última instancia a cualquier ciudadano cuyos derechos constitucionales hayan sido ignorados.
Precisamente por ello, el TC está en el centro de la diana de los partidos que conspiran por derribar el sistema y es el oscuro objeto del deseo de los que dicen sostenerlo. Esto ha sido siempre así, se dirá; cierto, pero en la era sanchista, en esto como en todo, se ha pasado del erotismo al porno duro y de ahí a la apoteosis de la obscenidad. Sánchez ha logrado representar más acabadamente que nadie el ejercicio de la parte abyecta de la política, despojado de todo pudor, y que aún haya quienes lo admiren por eso y se hagan lenguas de su eficacia… También por eso pasará a la historia.
Lo malo es que el virus ha resultado ser altamente contagioso, y aquí el que no se cisca en la Constitución no se come una rosca (los que se ciscan en ella desde que nacieron se las comen todas). El Partido Popular lleva toda la legislatura regateando a la Constitución, a ver si logra el dudoso récord de apuntalar sin cambio alguno unos órganos constituidos al calor de una mayoría absoluta de 12 años atrás. El Parlamento ha abdicado vergonzantemente de sus funciones, que ahora se ejercen desde el recinto de la Moncloa y en la sede de la calle Génova. Un grupo de miembros del CGPJ, constituido en fracción, impide de forma filibustera que el órgano cumpla su obligación de designar dos candidatos. Y el propio Tribunal Constitucional ha decidido procrastinar con las sentencias “conflictivas” hasta que ya no sirvan para nada, como sucedió con los dos estados de alarma anticonstitucionales que perpetró el Gobierno en la pandemia.
No todos los presidentes de nuestra democracia tuvieron la ocasión de usar la potestad de designar dos miembros del Tribunal Constitucional. Aznar, por ejemplo, gobernó ocho años y las fechas no le coincidieron para poder hacerlo. Suárez lo hizo en 1980, Felipe González en 1986 y 1995, Zapatero en 2004 y Rajoy en 2013. En total, 10 magistrados de origen gubernamental entre los 59 que han formado parte de él.
Repasando la lista, se comprueba que, con alguna excepción, los presidentes hicieron un uso prudente de ese privilegio. Designaron personas ideológicamente próximas, pero de capacidad poco discutible y, desde luego, no ligadas a ellos por dependencias jerárquicas recentísimas, como ha sucedido en este caso. De hecho, tres magistrados propuestos por el Gobierno (Rodríguez-Piñeiro y Jiménez de Parga, nombrados por González, y González Trevijano, designado por Rajoy) merecieron la confianza de sus colegas para presidir el tribunal. Manuel Aragón, elegido a propuesta del Gobierno de Zapatero, demostró su independencia en la celebérrima sentencia sobre el Estatuto de Cataluña.
Esta última maniobra de la Moncloa resulta tan burda que incita a pensar que lo es deliberadamente. No se trata tan solo de disponer de una mayoría de magistrados en su órbita ideológica, sino de hacer ostentación de ello. Se ha querido hacer una exhibición de fuerza, un alarde de poder, un “se van a enterar de quién manda aquí”. Lo que viene siendo una alcaldada.
Los tribunales, los bufetes y las facultades de Derecho están llenos de juristas con sólido prestigio profesional y posiciones políticas convencionalmente consideradas progresistas que podrían hacer un papel digno en el Tribunal Constitucional sin desdoro de la dignidad política del Gobierno que los designara. Pero la dignidad no es una categoría que goce de especial aprecio en el universo sanchista. Si lo fuera, Juan Carlos Campo y Laura Díez habrían declinado la oferta de Bolaños —que más bien tiene aspecto de una orden—. Ambos tienen conocimiento suficiente del terreno para saber de sobra que, en sus circunstancias, el nombramiento es indecoroso y contamina tanto a quien lo hace como a quien lo acepta.
En los cajones del alto tribunal esperan un montón de recursos de inconstitucionalidad sobre decisiones del Gobierno en las que participaron directamente los ministerios de Justicia —encabezado por Campo— y de Presidencia, cuando Díez tenía en él altas responsabilidades asesoras y ejecutivas. Oponerse ahora a ellas, incluso matizarlas de alguna forma, sería tanto como renegar de su propio trabajo. Ambos están objetivamente descalificados para la función, y su presencia causará, con razón, un diluvio de recusaciones. ¿Alguien imagina al muy sumiso ministro Campo dictaminando contra las leyes que se comió en el Consejo de Ministros en contra de sus convicciones? Lo que se espera de él y de su colega es que trasladen cotidianamente al Tribunal Constitucional la consigna de que solo sí es sí cuando se trate de asuntos que interesen a su jefe. Lo malo es que nadie duda de que lo harán.