Javier Otaola-El Correo

Desde mi primer y juvenil viaje a París allá por 1971 tengo un dulce recuerdo de la Place du Trocadero, desde donde se contempla probablemente la mejor estampa del Sena y de la Torre Eiffel. No sabía cuál era el origen de ese precioso nombre que me resonaba a español; ahora sé que proviene de la derrota de Trocadero (Cádiz), de la que hoy 2023 se cumplen 200 años, y que por causa de esa derrota el partido absolutista, los ‘serviles’, abrieron en nuestro país un período reaccionario, de terror político, de persecución y exilio.

Esa efeméride no puede ser motivo de alegría para ningún español, ya que conmemora un desgraciado acontecimiento: el enfrentamiento entre los defensores de la Constitución de 1812 y el ejército francés de los llamados Cien Mil Hijos de San Luis que invadieron España a petición del rey felón, Fernando VII. Aplaudidos por la derecha reaccionaria de la época -los serviles-, los invasores cancelaron la vigencia de nuestras libertades políticas y de nuestra soberanía nacional radicada en las Cortes Generales, reinstaurando ‘manu militari’ el absolutismo regio.

Nuestra venerable Constitución de 1812 fue proclamada en Cádiz, luchando patrióticamente contra los ejércitos de Napoleón, que entonces era la izquierda europea. Una década después, el signo político de Francia había cambiado y en 1823 un ejército francés -esta vez, realista y antiliberal- comandado por el duque de Angulema invadió España de nuevo -con el beneplácito del rey Fernando y de la derecha reaccionaria de entonces-, sitió Pamplona y San Sebastián, asedió durante cuatro meses la ciudad de Cádiz, derrocó el Gobierno liberal de Evaristo Fernández de San Miguel y Valledor y restauró los poderes absolutos del rey Fernando VII. No fue una intervención extranjera meramente simbólica. De hecho, se mantuvieron acuartelados en nuestro país durante cinco años para asegurar la traición de Fernando VII, ese felón que se desdijo, sin vergüenza, de sus arteras palabras: «Caminemos todos por la senda constitucional y yo el primero…».

La persistente inquina de los iliberales contra la Constitución de Cádiz -‘la Pepa’- a lo largo del siglo XIX y XX, y aún en este siglo, es una prueba del encono de las ideologías premodernas, absolutistas y clericales contra el patriotismo constitucional. Ese reaccionarismo antiliberal -que analiza magistralmente el profesor José Álvarez Junco en su obra ‘Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX’- tiene su mejor carta de naturaleza en el llamado Manifiesto de los Persas (1814), suscrito por 69 diputados ‘serviles’ o absolutistas, minoritarios en las Cortes de Cádiz, que negaron la soberanía nacional reclamando la imposición de la dictadura regia con estas palabras. «La monarquía absoluta es una obra de la razón y de la inteligencia, está subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas fundamentales del Estado…/…por esto ha sido necesario que el poder soberano fuese absoluto (…) Los más sabios políticos han preferido esta monarquía a todo otro gobierno, (…)».

Este manifiesto ‘servil’ abonó políticamente el llamado Decreto de Valencia de 4 de mayo de 1814, por el cual el rey felón impuso la pena de muerte a quien de cualquier modo defendiera o exhortara al cumplimiento de la Constitución de Cádiz: «…declaro reo de lesa Magestad á quien tal osare ó intentare, y que como a tal se le imponga la pena de la vida, ora lo execute de hecho, ora por escrito, ó de palabra i moviendo ó incitando, ó de qualquier modo exhortando y persuadiendo á que se guarden y observen dicha Constitución (1812) y decretos».

La Constitución de Cádiz es el inicio de nuestra España constitucional y genuinamente nacional. Fue una Constitución alejada del sanguinario radicalismo jacobino y muy condescendiente con los privilegios de la Iglesia, pero aun así fue rechazada por el integrismo absolutista. Establecía la soberanía en la nación -no en el Rey-, articulaba la monarquía constitucional, la separación de poderes, la limitación del poder regio, el sufragio universal -todavía, en aquella época, solo masculino e indirecto-, la libertad de imprenta, la abolición de la Inquisición, la libertad de industria, el derecho de propiedad y, fundamental, la abolición de los señoríos que permitían a los nobles ejercer funciones estatales en ciertos territorios, confirmó la nacionalidad española para todos los nacidos en cualquier territorio de la Corona…

Para nosotros, españoles y liberales en el más noble sentido de la palabra, la derrota de Trocadero tuvo unas consecuencias trágicas, magistralmente relatadas por Benito Pérez Galdós en su novela ‘El Terror de 1824’: en ese año se desató una tremenda represión en España y miles de personas fueron ejecutadas sin piedad. Comenzó así la llamada Década Ominosa (1823-1833). Como sentenció Mesonero Romanos: «El 13 de noviembre de 1823, seis días después de ordenar la ejecución de Riego, (Fernando VII el Deseado) lanzó a la nación todos los horrores de la saña política, de las venganzas personales, de la persecución contra el saber y el patriotismo».