La bochornosa sesión parlamentaria del pasado 10 de enero será de las que dejan huella. Se debatía ahí la convalidación de tres decretos ley del gobierno, incluyendo el llamado decreto «ómnibus», con su característica pésima regulación: un decreto ley lleno de reformas de materias que nada tienen que ver entre sí –desde leyes procesales a la Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local, y así todo– y cuya reforma está en las antípodas de la exigencia constitucional que los prevé para casos de «extraordinaria y urgente necesidad», cosa que no ocurre en absoluto.
Es el resultado de un pésimo quehacer legislativo que caracteriza la acción de este gobierno, igual que en la legislatura anterior. Pero, aparte de esa triste nota, de lo lamentable de esa sesión parlamentaria, con colapso del voto telemático incluido, lo extraordinario reside en que no fue hasta el final de la votación cuando se conoció (si es que se conoció) el acuerdo alcanzado entre el grupo socialista y Junts, y ello porque lo hizo público este último.
Supimos entonces que se había alcanzado un acuerdo por el que se acordaba, con sorpresa descomunal para todos, delegar a Cataluña las competencias en materia de inmigración. Desde entonces, ningún documento se ha hecho público, y la interpretación de esa cesión ha quedado a las declaraciones de cada una de las partes. Junts, empeñado en que la cesión pactada es «integral», es decir, incluiría todas las competencias en la materia. El gobierno, en otro tono, explica que hay competencias que no se pueden delegar, así el control de fronteras o la expulsión de inmigrantes irregulares.
Se legisla para un territorio, no para el conjunto de los españoles. Y se legisla –si esto se lleva a cabo–, en razón de la exigencia de un grupo supremacista y xenófobo
Y se anuncia la elaboración de una ley orgánica donde se debería concretar el alcance concreto de la delegación de esas competencias. Bueno, el resumen es que se suman una colección de chapuzas interminables; no la menor es que se pretenda legislar mediante ley orgánica exclusivamente para Cataluña, lo cual es de por sí sorprendente. Se legisla para un territorio, no para el conjunto de los españoles. Y se legisla –si esto se lleva a cabo–, en razón de la exigencia de un grupo supremacista y xenófobo, Junts, inscrito en la tradición carlista de nuestro penoso siglo XIX.
Deja atónito que una sesión parlamentaria pueda concluir con semejante acuerdo. Pero, en suma, es todo lo que nos espera en esta legislatura, dure lo que dure. El chantaje permanente, hoy de unos, mañana de otros, de los socios parlamentarios que apoyan al gobierno.
Cuando se ha llegado a un punto en el que la palabra no vale nada, y lo que hoy es A mañana es B con la misma naturalidad, las consecuencias se dirigen rápidamente camino del esperpento. Empezando por el fundamento mismo de la presente legislatura, erigida sobre un muro de división de la sociedad española, y con una proposición de ley de amnistía que supone un mayúsculo fraude electoral, pues lo que era inconstitucional para el gobierno, de forma terminante, hasta el 23 de julio, ahora se pretende inmaculadamente constitucional. No puede ser todo a la vez, una cosa y su contraria: la amnistía, o la autoamnistía votada por los propios autores de los delitos, es una estruendosa creación de privilegios, pérdida de la igualdad entre los ciudadanos españoles y gravísimo atentado al principio democrático fundamental de la separación de poderes.
Esas conversaciones en Suiza, con un verificador (?), de las que nada se informa sobre su contenido son un buen ejemplo de esa actuación más en el terreno de lo clandestino que de otra cosa
Sí, en esa proposición de ley de amnistía está inscrito el devenir de la legislatura, marcado por el nulo valor de la palabra. Como sucede con la miserable moción de censura en virtud de la cual el PSOE regaló el Ayuntamiento de Pamplona a Bildu. Se ha de recordar que en la propia sesión de investidura del candidato Sr. Sánchez, él mismo preguntó desde la tribuna: ¿quién gobierna Pamplona? Bueno, tan sólo cuatro semanas después se registró esa obscena moción de censura en el Ayuntamiento de Pamplona.
Cuando la palabra queda tan absolutamente devaluada, reducida a cero, es a una enorme pérdida de la dignidad democrática de un país a lo que nos enfrentamos. Porque a esa pérdida de valor de la palabra del propio presidente se suma la opacidad con que se actúa prácticamente a diario. Esas conversaciones en Suiza, con un verificador (?), de las que nada se informa sobre su contenido son un buen ejemplo de esa actuación más en el terreno de lo clandestino que de otra cosa. Como si no supiéramos que la omertà es rigurosamente incompatible con la democracia. Y claro, así las cosas, es imposible contestar a las preguntas que todos tenemos in mente: ¿se cederá un concierto económico para Cataluña?, ¿habrá un referéndum de autodeterminación en esa comunidad?, ¿habrá un gobierno presidido por Bildu en el País Vasco?, ¿se indultará a los presos terroristas de ETA por parte del gobierno?
Nadie puede contestar a ninguna pregunta, cuando la palabra dada ha reducido su valor a cero, cuando todo se convierte en un juego de chantaje permanente, cuando la única realidad que existe son las necesidades, a cada momento, del Sr. Sánchez.
Un tiempo amargo
Sólo hay una evidencia: así no se puede gobernar; se podrá formar gobierno, pero no gobernar. Porque sabemos que ni una de las numerosas reformas, con grandes acuerdos, que precisa España se llevará a cabo. Que no hay, ni habrá, un proyecto estratégico de gobierno para las necesidades de los españoles. Que dure lo que dure la presente legislatura, será un tiempo amargo, de división y perdido para lo que España necesita.
(El presente artículo concluye antes de la reunión prevista entre el socialista Santos Cerdán y el representante de Junts, Jordi Turull. A saber qué sale de ese encuentro, si es que se dignan explicárnoslo, o todo se mantiene en el silencio sepulcral de costumbre. Sólo sabemos de antemano ya que ese «colorín colorado» -Turull dixit- será una nueva cascada de chantajes.