Luis Ventoso-ABC
En el Congreso se enunciaron planes que corroen la democracia
Benjamin Constant, finado en París en 1830 con 63 años, fue un ludópata entusiasta, acribillado por los pufos, y un mujeriego en serie, escritor de folletines románticos. Pero si lo recordamos es porque se trataba de un político de fuste y un inteligente pensador liberal. Me ha venido a la mente Constant por la frase con la que fustigaba al abate de Malby, un precursor del socialismo: «Usted quiere que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre».
Esa es exactamente la sensación que dejan los discursos intervencionistas de Sánchez e Iglesias. Constant explicaba que en el mundo antiguo «los censores dirigían un ojo incisivo al interior de las familias, no había nada que no regulasen». Frente a esa intrusión del poder defendía que «nuestra libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada». El filósofo hacía un ruego al Ejecutivo: «Rogamos a la autoridad que se mantenga en sus límites, que se limite a ser justa, que nosotros nos encargaremos de ser felices». Qué vigente suena la cita en esta España, que recibe a los Reyes Magos con un pleno intempestivo para colar presto un plan vergonzante que hasta hace poco resultaría inadmisible (Sánchez fue expulsado por los suyos de la secretaría general en octubre de 2016 precisamente para evitar lo que ahora vamos a sufrir).
Hace poco hicimos una mudanza en mi familia. En el vestíbulo había una librería sólida, de madera aparente, que pretendíamos trasladar a otro piso. Al comenzar a moverla, descubrimos sorprendidos que su parte trasera estaba infestada de polillas, hasta el punto de que hubo que tirarla. Considerábamos aquel mueble una pieza valiosa, cuando en realidad su interior ya estaba corrompiéndose. Los países también pueden enfermar lentamente y seguir conservando por un tiempo una apariencia lozana. En sus memorias, «El mundo de ayer», el magnífico Stefan Zweig recuerda la alegre despreocupación que imperaba en el verano europeo de 1914. Nadie habría admitido que estaban a las puertas de la mayor guerra jamás vista.
Mientras las familias españolas apuraban sus compras de Reyes, en el Congreso el aspirante Sánchez presentaba unos planteamientos que pueden corroer la democracia. Afirmó que la ley debe quedar en suspenso cuando no convenga políticamente (hay que «abandonar la vía judicial», que «tanto dolor ha causado»). El adversario ideológico será anulado con un cordón sanitario. El Ejecutivo controlará a los medios mediante el caballo de Troya de batallar contra las «fake news». Y lo más inmediato: pacto felón con quien le exige la autodeterminación y una amnistía para los sediciosos. En la superficial sociedad española, donde pensar provoca agujetas, esas bombas de relojería pasarán desapercibidas. Pero ahí anidan semillas de despotismo; y el drama de este país estriba en que a muchos simpatizantes progresistas les da igual. El rencor social, el dopaje de la subvención, el revanchismo guerracivilista y el afán de igualar a todos a la baja gustan más que una democracia bien oxigenada y que las libertades privadas que con tanto talento defendió Constant. Días duros.