Javier Zarzalejos-El Correo
El miedo es la principal amenaza, la gran tensión de fondo que está llevando a demasiados sectores de la población a poner en cuestión la democracia
Afirma Luuk van Middelaar que «la política es la forma en que una sociedad se ocupa de la incertidumbre». Van Middelaar es uno de los mejores intelectuales en la reflexión sobre el futuro de la Unión Europea y su afirmación es especialmente adecuada para esta coyuntura en la que el proyecto europeo se encuentra rodeado de incertidumbres, de desconfianza y vive bajo la amenaza de desestabilización populista. Pero ni toda la política es europea ni las incertidumbres proceden solo del futuro de este proyecto.
Tomemos el caso del coronavirus, por ejemplo. No parece que Iñigo Urkullu contemplara este problema que tan directamente está afectando a la sanidad vasca cuando convocó elecciones, ni que un peligroso vertedero se desharía cobrándose la vida de dos trabajadores y generando una crisis ambiental con pocos precedentes y que todavía se encuentra sin resolver. Es probable también que el detallado trabajo de imagen que consume la atención del Gobierno de Pedro Sánchez no llegara a contar con que esta pandemia llegaría a eclipsar el efectismo de las iniciativas de ministras y ministros y podría plantear algún problema económico de entidad.
La primera victoria electoral que llevó a Gerhard Schroeder a la cancillería federal alemana se atribuyó a sus reflejos para ponerse unas botas de goma y fotografiarse en medio de las riadas que inundaban ciudades y campos alemanes. Y cuando el conservador John Major gana contra pronostico a su rival laborista en 1992, muchos recordaron su gesto de subirse a un cajón de madera para dirigirse a los votantes en un mítin improvisado que rompió la imagen de tipo gris y rígido que le acompañaba. Sin embargo, no se trata aquí de los reflejos de Schroeder ni del inesperado remango de Major. Se trata de la democracia.
La democracia es, por definición, un régimen de incertidumbre. Sus normas prestablecidas y objetivas producen resultados inciertos y por eso partidos y gobiernos entran y salen del poder. Sólo en las dictaduras los resultados son ciertos precisamente porque las normas no importan. Y desde esa incertidumbre consustancial al sistema democrático, las sociedades abiertas deben afrontar los acontecimientos y los procesos que no están bajo su control.
Que la política, por sí misma incierta, se ocupe de la incertidumbre no sólo es un imperativo que le obliga a salir de su juego habitual en el que la forma prevalece sobre el contenido. Es un saludable recordatorio de que no todo queda cubierto en el gran espacio de normalidad que aseguran las administraciones gracias a sus procedimientos de actuación, a una burocracia profesional y a la consolidación de los servicios públicos que presta. Desde la política hay que ocuparse de la incertidumbre porque la incertidumbre genera miedo y el miedo alimenta la polarización y el radicalismo, fomenta la búsqueda de soluciones tan aparentemente fáciles como falsas, sustituye la racionalidad democrática por la atracción carismática y ataca los mínimos de confianza sin los cuales una sociedad no puede vivir en libertad.
‘El miedo es libre’, se dice, pero en realidad nada hay menos libre que el miedo; puede ser subjetivo -de hecho, en buena medida lo es-, pero no hay nada de libertad en él. Donde avanza el miedo, retrocede la vivencia democrática. Si los presidentes de las instituciones europeas han acudido en apoyo sin fisuras a Grecia y Bulgaria en su responsabilidad de guardar las fronteras exteriores de la Unión es porque son conscientes no sólo de la importancia de mostrar solidaridad entre socios, sino de los efectos devastadores para la estabilidad política en muchos países europeos que tendría una crisis migratoria como la que se vivió hace cuatro años.
Europa en su conjunto es un continente envejecido y temeroso ante las incertidumbres que se acumulan. La incertidumbre del impacto de la revolución digital, de la transformación del empleo tal y como lo hemos conocido, la incertidumbre que crea una globalización a la que se hace responsable lo mismo del coronavirus que de la inmigración masiva, la incertidumbre que está haciendo endógena sobre la fragmentación y la falta de cohesión social sobre la que acaba de hablar el presidente francés Macron denunciando el separatismo cultural, identitario y religioso que amenaza la «civilidad» republicana. El miedo, resultado de incertidumbres no resueltas y de temores no respondidos, ha sido la materia de las grandes quiebras de la convivencia en Europa y tendríamos que verlo como la principal amenaza, como la gran tensión de fondo que está llevando a demasiados sectores de población a poner en cuestión la democracia como el sistema de gobierno deseable.