EL CORREO 02/08/13
MANUEL MONTERO
Algo falla en nuestro ordenamiento si puede suceder que un parlamento autonómico se cargue las decisiones de las Cortes
Se cumplen en 2013 los 500 años de ‘El Príncipe’ de Maquiavelo, los principios políticos de la modernidad. No parece que el aniversario deba ser celebrado con pasión en España, pese a que el autor encontrara aquí, en Fernando el Católico, alguno de los modelos que le inspiraron. Eso era entonces. Salvo en el alejamiento de la ética, hoy la política española se sitúa en las antípodas. No daría para grandes tratados, ni para pequeños, a no ser del tipo ‘La política al alcance de los niños’. Cualquier síntoma de madurez queda reprimido inmediatamente y sustituido por melindres autocompasivos.
Los principios en los que se inspira la política española no parecen de este mundo. Hay uno que destaca: el principio de inocencia. Aquí todo el mundo es inocente. Los males nos llegan desde fuera –la crisis, los recortes, las necesidades de reformas– y aquí bastante hacemos con paliarlos. La política consiste en evocar el mundo mágico que construiríamos si nos dejaran solos y, como no puede ser, en culpabilizar a la banca, a la Unión Europea y a cualquiera al que podamos cargar el mochuelo. Lo que sea, con tal de sentirnos inocentes.
La inocencia compulsiva no se utiliza sólo para culpar al mundo exterior. Guía también la política interior. Los poderes locales o autonómicos, virtuosos, hacen sus solicitudes a los centrales. Como no está el horno para bollos o hay discrepancias, llega la respuesta negativa o el silencio. Qué más queremos. Se presenta el desaire como un ultraje a la inocencia y vale todo: ir hacia el abismo porque España nos roba, declararse del todo defraudado (con lo que gusta en el País Vasco sentirse defraudado) o el modelo andaluz, que no tiene desperdicio: la Junta hace proyectos para incumplir leyes a aprobar por las Cortes, presentadas como una suerte de afrenta. Ha pasado estas semanas con los proyectos nonatos de Wert. Son manifiestamente mejorables, pero algo falla en nuestro ordenamiento si puede suceder que un parlamento autonómico se cargue las decisiones de las Cortes. Se nos va el dinero en hacer leyes y en evitar que se apliquen. La inocencia colectiva nos sale cara.
Otro de los principios antimaquiavélicos de la política española es consecuencia de lo anterior. Consiste en la culpabilidad ajena, complemento de la inocencia propia. Sostiene que los propios nunca han roto un plato y los demás salen de casa con un mazo para cargarse vajillas completas. La idea es simple, pero funciona. Ninguna de las fallas la provocaron los nuestros. Si intervinieron en algo fue con buena intención, lo que les absuelve. La crisis nos vino de fuera y ZP bastante hizo: si erró fue por exceso de bondad, por no querer que hubiese crisis o porque le impusieron medidas: la política española se basa en la idea de que uno llega al mando no para gobernar sino para demostrar su magnanimidad. Los chicos del PP tres cuartos de lo mismo, pues todo es responsabilidad de los predecesores. El ideal del político español es que se las pongan como a Fernando VII.
Inocencia ambiental, culpabilidad ajena… hay un tercer principio simplón que imprime carácter a la política española: la improvisación. En general, nuestros gobernantes llegan al Gobierno sin repajolera idea de lo que van a hacer. En las campañas se limitan a presentarse como un cruce de Robin Hood, El Cid y Blancanieves, con algún lema infantiloide, «súmate al cambio», «ganarse el futuro». Da la impresión de que ni analizan lo que hay ni preparan acciones de gobierno. Se vio al llegar el PP, que a lo mejor se había creído la tontería de que con ellos todo se enderezaría. La imagen de improvisación es continua, sea en los impuestos que iban a bajar y suben, sea en educación, que inventan sobre la marcha, sea en lo demás (si es que hay). Nada de lo que están haciendo lo habían dicho. No lo ocultaron. Ni habían pensado en ello, convencidos de que siendo tan listos algo se les ocurriría.
Las ocurrencias tienen sólo una consecuencia, la deseada, y no otras: este es otro de los principios pintorescos con que se construye nuestra política. Si saltan ‘efectos colaterales’ y resultan dañinos no se lo suelen endosar al que impulsó el proyecto, pues lo hizo con buena intención. Si la memoria histórica genera broncas y gastos sin cuento es porque no nos hemos percatado de que se trataba de arreglar el pasado, como si tuviera arreglo. Si negociar con terroristas les da alas –que se las da– se debe a que no han entendido que vamos cargados de buenas intenciones y ganas de perdonar. Financiar bancos caídos y desahuciar parados puede tener su lógica neoliberal, pero a la fuerza produce cabreo social, además de otros males: no cabe sorprenderse de este daño colateral, que tenía que haber estado descontado, con las medidas oportunas para que no sucediese. Para eso están en el poder.
¿Para eso están? A lo mejor no es lo que piensan y en realidad están para lucir su natural compasivo: en esto nadie gana al político español, más bueno que el pan. Deja siempre clara su solidaridad con el humilde, por quien lo hace todo. Por eso la política nacional se desplaza hacia la sensiblería. Todos compiten por demostrar que son de buena pasta.
‘El Príncipe’ trata del poder, pues para Maquiavelo la política era la forma de alcanzarlo y conservarlo. Al parecer, entre nosotros es otra cosa. Consiste en jugar a políticos y demostrar que los otros son peores. Se cree que siempre ganan los buenos, por lo que basta demostrar que lo son los nuestros. Por eso no es necesario elaborar proyectos. Basta ofrecer una especial sensibilidad social.